En un mundo de aceleración creciente, quien se cree seguro solo asegura su caída. Ejemplos hay para todos los gustos: Blackberry y Nokia, entre los imperios tecnológicos; o prometedoras redes sociales como MySpace (¡quién la recuerda ya?) Frente a  ellos, Google, uno de los dos actuales gigantes, adorna progresivamente su “caja y dos botones” (de búsqueda) con toda clase de aplicaciones complementarias. Y Amazon se ha reinventado dos veces para sobrevivir, generando en cada caso el negocio que había de matar a su matriz: la semilla que muere para dar vida a una nueva planta. Ante la evolución en que estamos solo queda la certeza de la incertidumbre: una suerte de actualización del “solo sé que no sé nada” socrático – paradoja que cuesta asumir, pero que se transforma en el más potente motor para la generación de nuevo conocimiento. Hoy, como nunca antes, la ley es “renovarse o morir”. Y mañana lo será más. La verdadera innovación empieza por aprender de los mejores. Lo contrario es reinventar la rueda. Japón lo descubrió décadas atrás y ello permitió el “milagro” de su economía. Que de milagro tenía más bien poco, como es habitual.

Luis Rey Goñi
Luis Rey Goñi

Los mejores no lo son por casualidad. Tras cada historia de éxito hay un ingente esfuerzo. Mezclado con algo de inteligencia: pero sobre todo, trabajo continuado, perseverancia y tenacidad que permiten superar las dificultades. Da igual el ámbito: lo que dijo Edison respecto a la tecnología (“Cada invento es un uno por ciento de inspiración y un noventa y nueve por ciento de transpiración”) lo retomaba, casi un siglo después y en el arte, Picasso (“Cuando te venga la inspiración, que te pille trabajando”).

Correspondientemente, la decadencia, el atraso y la parálisis tampoco son fortuitos. Procesos endogámicos, autocomplacencia, opacidad y derroche culpable (del que tanto está saliendo a la luz: verdadera exacción que penaliza al ciudadano en su doble faceta de imposición económica y destrucción de futuro) llevan a la catástrofe de modo ineludible. La mítica bahía de San Francisco, en la no menos mítica California (nombre españolísimo, claro: de las Sergas de Esplandián), acoge desde poco ha una institución que hace al mito, trino: Singularity University. Fundada por dos visionarios (Ray Kurzweil y Peter Diamandis), con el apoyo de un puñado de las mayores empresas del sector, se marcó el objetivo de formar un conjunto de líderes que orienten la evolución tecnológica hacia el mejoramiento del mundo y la calidad de vida. El reto que plantean a quienes acuden a ella deja poco espacio al conformismo: “¿Cómo va usted a mejorar la vida de mil millones de personas en diez años mediante la tecnología?” Mil millones de personas: algo más que toda África. Todo el que acude a un programa de Singularity University vuelve fascinado; sus siglas, S. U., son jocosamente reinterpretadas: ‘sleepless university’, “universidad insomne”, pues el ritmo deja poco hueco, y poca memoria, al sueño. Recientemente se celebró su primera cumbre europea: fue en Budapest, en noviembre, con participantes de treinta y cinco países. Entre ellos, varios sevillanos.

“Mi hijo es muy comedido. Pero el otro día su voz delataba el entusiasmo por lo que estaba viviendo: entonces comprendí que debía de ser algo excepcional.” Ese chico es un brillante adolescente, casi adulto ya, de inteligencia pareja a su calidad humana. Su padre, destacado ingeniero, sabe de qué habla: su empresa ha multiplicado por siete la inversión en I+D+i durante la crisis.

Cuando uno sale fuera se da cuenta de lo mucho que nuestra tierra tiene que avanzar. Si queremos sacarla de la situación en que se halla no nos va a bastar con el tradicional recurso a esa picaresca que tanto daño nos ha hecho, ni al ombliguismo. Ni a la lotería, como tampoco a los milagros. Necesitamos aprender de los mejores, de los más avanzados: y luego aplicar nuestro ingenio – pero sobre bases sólidas, no sobre movedizas ciénagas. Singularity University, como la estrella polar para los antiguos navegantes, es una guía: y más vale avanzar hacia el futuro con la luz de los astros, quizá por lejanos más fiables, que perecer ahogados. Sobre todo si, como andamos descubriendo, las aguas están turbias e infestadas de parásitos.

Luis Rey Goñi, director del Colegio de San Francisco de Paula de Sevilla