El aumento de prejubilaciones en las empresas es una moda que como un perverso efecto de dominó se está imponiendo en el mundo laboral bajo la idea, no siempre aceptada, de que los ejecutivos jóvenes aportarán la necesaria innovación que la gente de cincuenta años parece incapaz de dar.

Si nos creyéramos esta afirmación nos hubiéramos perdido lo mejor de Picasso, de Cela o Borges, y la mayoría de líderes empresariales que deciden en el mundo económico y cuentan con sesenta años de promedio, deberían, por tanto, pasarse la vida jugando a golf o a petanca por lo que su única movilidad consistiría en ir a comprar el pan todos los días.

Estoy convencido que esos 70.000 prejubilados del último año sólo en España, en su gran mayoría, serían capaces de compartir una gran parte de su experiencia en una sociedad empresarial en la que, a pesar de la globalización, el valor del talento y del trabajo bien ejecutado seguirán abriendo las puertas de la competitividad.

Debemos aceptar que hemos pasado de una cultura del trabajo estable, la funcional, jerarquizada, desinformada y con mucha supervisión, a un sistema dinámico, ‘sobreinformado’, relacional, con fuerte implicación, en el que las tareas necesitan un mucho valor añadido, ya sea en forma de conocimiento personal o capital corporativo.

No parece justo decirle a alguien cuando tiene que jubilarse, ni se justifica llenándole los bolsillos con unos miles de euros, dos años de paro y una pensión anticipada, pues si algo aprendemos con años de trabajo es que aún hay cosas que no tienen precio, como el derecho a decidir sobre lo que uno desea hacer con su vida en el futuro.
Afortunadamente, las nuevas formas de trabajo están generando otras opciones como el contrato a tiempo parcial, los ligados a proyectos concretos formando equipos temporales y que no suponen compromiso de permanencia más que la decidida previamente. Con estas fórmulas, muchas personas con experiencia y talento pueden sentir de nuevo el reconocimiento y esta autoestima que les ayuda a vivir.

Deberíamos también rehabilitar los aprendizajes y aquella figura del mentor que por desgracia se ha ido perdiendo. Las actitudes no se aprenden en las escuelas como tampoco se hace un líder a costa de masters, por todo ello, aunque innovemos mucho, no nos libramos de la mediocridad en los productos y servicios que compramos.

Añoramos el trabajo bien hecho y la dedicación con la que cualquier persona de oficio realizaba su tarea. Echamos de menos el consejo de la experiencia y, también, voces humanas que no sean de plástico detrás del teléfono, ya que, aunque la tecnología nos haya dado muchas más cosas -que no necesitamos- incluso con mayor rapidez, ello no supone ni que sean mejores, ni siquiera que nos hagan más felices.

No hace falta ponerle alas al tiempo porque ya se nos escapa por sí mismo, pero creo que jubilar la experiencia es un lujo que no debiéramos permitirnos, por tanto, quizás valdría la pena, antes de pensar en prejubilaciones que las empresas se plantearan de verdad, si siempre es justo y necesario robarle a alguien sus propios sueños.

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