Las lenguas clásicas, en particular el latín -sin cuya existencia sería difícil entender la identidad histórica, lingüística y cultural de occidente-, siguen siendo objeto de una sañuda persecución, iniciada hace tiempo por las propias autoridades académicas que, de modo sibilino y mediante mil artimañas legales (materia optativa, reducción de horas lectivas o competencia con otras asignaturas consideradas más "lúdicas") incitan a su escasa valoración en una sociedad ayuna de ideales intelectuales que considera el estudio de las humanidades como algo añejo, perfectamente prescindible en la era de la wikipedia, nueva Encyclopédie del siglo XXI, que parece dar respuesta a casi todo, siempre que no seamos, eso sí, demasiado exigentes en los contenidos ni, por supuesto, en la prosa, algo pedestre. Como ejemplo de aversión hacia el latín, acude a mi memoria la anécdota protagonizada por un ministro del régimen anterior, que decía aquello de "más gimnasia y menos latín", lo que mereció la réplica de un destacado personaje, que le espetó: "Gracias al latín, a los nacidos en Cabra – en referencia al ministro en cuestión – se les llama egabrenses".

Pues bien, a esta cruzada anticultural se han sumado, con iracundia digna de mejor causa, algunas asociaciones feministas que atribuyen a la "nefasta influencia del latín la imposición de un lenguaje sexista, generador de una cultura patriarcal marcada por el androcentrismo, lo que ha supuesto para las mujeres una invisibilización en todos los ámbitos que se ha reflejado en la utilización del lenguaje".

 Esta virulenta reacción, que propugna "deconstruir el sistema establecido", recurre a la victimización a ultranza y pretende impugnar el patriarcado basándose en poner 'a' donde poníamos 'o', imponiendo, por aquello de la corrección política, que se nombre a ambos sexos (¡que no géneros!) cuando se habla en general ("andaluces y andaluzas", "vascos y vascas"). Afirmar, sin menoscabo de la verdad histórica, que el latín es responsable de comportamientos y actitudes machistas es argumento falaz – sabido es que se tiende a despreciar lo que se ignora -, alimentado por un inconfesable complejo de inferioridad y, tal vez, por la animadversión que, inexplicablemente, genera el saber. De ser ello cierto, ¿cómo justificar la opresión, el maltrato, las vejaciones que han padecido y padecen millones de seres, de mujeres, en países absolutamente ajenos a la civilización grecolatina? En su celo inquisitorial, algunas asociaciones exigen que "se vele por el cumplimiento de la norma legal (Ley de Igualdad) a través de inspecciones que sancionen aquellas actuaciones (¿por qué no 'casos', 'circunstancias', 'situaciones' o, en un contexto diferente, 'intervenciones'?) que no se atengan a la Ley, de la misma manera que se sanciona a la ciudadanía por aparcar mal un coche". Alarmado por esta presunta coacción e impulsado por un comprensible – y exigible – afán didáctico, consulto el DRAE, que define 'deconstruir' como "deshacer analíticamente los elementos que constituyen una estructura conceptual". ¡Ahí es nada! Suponemos que llevar a término semejante operación de cirugía lingüística con un mínimo de garantías va a requerir el concurso de filólogos (¡y filólogas!) competentes, lo cual, bien pensado, no deja de ser un consuelo, dada la precariedad laboral que padecen tan nobles profesionales.

Así pues, no es de extrañar que, impulsadas por un seguidismo fervoroso que recuerda el episodio de los borregos en las aventuras de "Gargantúa y Pantagruel", surjan curiosas iniciativas, como la adoptada por un ayuntamiento de Andalucía, que se dispone a elevar la paridad entre los sexos al nomenclátor callejero, de modo que a cada nombre propio masculino habrá de corresponder uno femenino. La duda estriba -comenta en tono jocoso el autor de un artículo sobre tan original ocurrencia- "si esta medida va a extenderse a los nombres comunes y habrá una Camelia por cada Lirio, una Tórtola por cada Águila". Las imposiciones de carácter político en el lenguaje nunca han dado resultado, y la historia nos proporciona abundantes ejemplos, desde la efímera implantación del calendario revolucionario francés (Termidor, Brumario, Germinal) hasta aquéllas que obligaban a los comercios a sustituir sus rótulos con nombre extranjero por su correspondiente traducción al castellano. Y, como ejemplo chusco de imposición, recordemos aquello de 'jeriñac', híbrido de 'jerez' y 'coñac', que se propuso en tiempos como alternativa patriótica a coñac.

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