España era por entonces un país cateto, con una monarquía y una nobleza perfectamente prescindible, y un pueblo llano e inculto que los defendía. Mientras que en Francia la Revolución de 1789 había transformado radicalmente la vida, en España seguíamos anclados en la Edad Media.

Esa misma Revolución Francesa fue la causante del nacimiento y proliferación de restaurantes en el país vecino. Antes, lo normal era que en los mismos lugares donde se comía también se durmiera, pero…

La práctica desaparición de los nobles y reyes en Francia dejó en paro a todos sus buenísimos cocineros. Una parte fue contratada por los antiguos sans coulottes, que se reconvirtieron pronto en un sucedáneo esperpéntico de lo que habían combatido y derrocado; y otros decidieron abrir sus propios negocios (sólo para comer) que fueron inmediatamente aceptados y adoptados por una emergente burguesía que no podía (o no quería) tener en sus casas las instalaciones de cocina precisas para dar banquetes. Había nacido la costumbre de celebrar las grandes ocasiones fuera de casa. Vamos, que la guillotina fue la precursora de las comidas de empresa.

Mientras, en España, el pueblo llano malvivía y malcomía. La necesidad hizo que se popularizaran productos tan básicos en nuestro recetario de hoy en día como las patatas y las lentejas, hasta entonces exclusivos de la dieta de los animales domésticos, especialmente cerdos y caballos. ¿Carne? poca; si acaso conejos y palominos cazados sin que el amo o el cura se enterase y alguna gallina vieja que ya no ponía.

El alimento básico era el pan. Con migas, gazpachos y sopeaos se engañaba al hambre. De pescado casi nada a no ser la morralla que se le daba a los marineros en los pueblos costeros. Las salazones tampoco estaban al alcance de todo el mundo.

La burguesía casi ni existía, así que los pocos que había comían casi lo mismo que el pueblo llano pero con más abundancia y algo más de carne que se guisaba en estofados descendientes de las famosas ollas podridas del Medioevo, y que esos mismos franceses que expulsamos hace ahora doscientos años reconvirtieron en su famoso pot-au-feu; porque no sólo se llevaron obras de arte a mansalva, sino también recetas que ellos afrancesaron hasta hacer olvidar su origen español.

La nobleza deglutía, más que comía, asados, estofados, legumbres (sobre todo garbanzos, que era la más abundante y popular) y vinos bastos y mal conservados.

El clero era igual de tragaldabas, pero un punto más fino y se ponía hasta el gorro (o hasta la tonsura) de chocolate   bien espeso y calentito -y mejor migado con bizcochos- varias veces al día.

Así pues, mientras que Europa se refinaba y disfrutaba co-miendo en los restaurantes, de los Pirineos para abajo tardamos décadas en hacer lo propio (y aguantando al peor rey de nuestra historia) hasta que comenzaron a popularizarse las fondas, versión ibérica de los restaurantes, en las que, además, se ofrecían los platos de día por escrito y con sus precios. Había nacido la carta.

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