A veces se levanta uno nostálgico. Qué le vamos a hacer. Y hoy me ha tocado a mí. Quizás todo venga por mor de la última adquisición para mi restaurante: una máquina de vacío que nos permitirá conservar mucho más fresco el género y, por ende, su calidad.

En éstas estaba cuando se me vino a la cabeza la cocina del restaurante de mi padre. Carbón para el fuego y motores refrigerados por agua en una época en que los cortes del líquido elemento eran algo más que frecuentes. ¡Qué diferencia con nuestros días!

Y, sin querer, las comparaciones fueron pasando de la maquinaria a las personas. Se me aparecieron José, el abuelete calvo y con boina a quien mi padre le compraba todos los pajaritos que cazaba (cuando aún estaba permitido) para que mi tía Resure los cocinara con ajo y tomillo. Manuel, el betunero. Gitano. Renegrío. Parco en palabras y puro nervio con el cepillo en las manos. Belén, la lotera. María, la vendedora de tabaco… Todo un mundo que giraba (y se mantenía) alrededor de un bar o un restaurante de postín de los de aquellos años.

Era todo un perfecto ejemplo de simbiosis. Había clientes del bar que compraban lotería y había maniáticos del betún que se hicieron clientes del bar gracias a los mágicos dedos de Manuel.

Hoy ya nada es igual; y mi nostalgia no es tan fuerte como para hacerme obviar que los Josés, Belenes o Manueles de hoy en día pasan bastante menos necesidades que aquellos, pues nuestra sociedad ha creado una red de servicios que, en la inmensa mayoría de los casos, cubre lo que antes se dejaba en manos de la solidaridad de amigos y vecinos. Y, claro, esta virtud, de usarse tan poco, está comenzando a oxidarse; a atrofiarse. Nos estamos acostumbrando peligrosamente a que papá Estado o mamá Junta nos lo solucionen todo. Nos estamos convirtiendo en niños mimados y malcriados. Y, lo que es peor aún: en personas totalmente dependientes del sistema.

"Que me lo arreglen los políticos, que para eso cobran de mis impuestos". ¿Quién no ha escuchado estas palabras recientemente? Frase lapidaria y totalmente cierta, pero que, cuando se usa en exceso o a destiempo, se convierte en pura demagogia.

En una reciente conferencia de Alfonso Guerra le escuché entonar el ‘mea culpa' porque, mientras que él formó parte del gobierno de España, no supìeron, o no pudieron, inculcarle a los españoles el gusto por las cosas bien hechas; por buscar la recompensa que supone la íntima satisfacción del esfuerzo personal de cada cual. Se impuso la cultura del pelotazo.

Hoy todos queremos vivir mejor, trabajar menos y tener todos los servicios de la Sociedad. Pero eso es imposible, entre otras cosas porque la Sociedad somos nosotros mismos. Y si nos volvemos comodones y perezosos, ella también lo será. Y de una Sociedad así sólo podremos recibir malas prestaciones.

Del exceso de dependencia nace la falta de desenvoltura; de libertad incluso.

Que cada cual saque sus propias conclusiones.

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