Así es nuestro amigo; un auténtico personaje. No nació en Andalucía. Ni siquiera vive en nuestra tierra, pero, indefectiblemente, dos veces todos los años nos deleita con su visita. Puntualmente. Infatigable, a pesar de tener que recorrer miles de kilómetros para ello. Desde hace años. Muchos. Miles. ¿Qué no me creen? Pues consulten donde quieran y verán que es así desde la época previsigótica.

No les tendré más tiempo sobre ascuas. Él se llama Thunnus; Thunnus Thynnus; aunque sus amigos le llamamos con el más familiar nombre de Atún Rojo.

El Atún Rojo recala por nuestras costas formando grandes grupos llamados cardúmenes allá por abril o mayo. Viene, como tantos otros turistas, de tierras atlánticas, aunque el motivo de su viaje no sea vacacional precisamente, sino de supervivencia pura y dura, pues llega al estrecho de Hércules preñado y camino de un destino más cálido y mediterráneo, especialmente Córcega, Cerdeña, Sicilia y Croacia.

¡Ah! -dirán ustedes-. ¡Acabáramos! Así que se trata de ese turismo de masas que pasa fugaz por nuestras costas camino de otras donde gastarse los euros. Pero no es así. Nada más lejos de la realidad. El Atún Rojo no es de esos. Él nos da mucho más de lo que recibe. Pero, déjenme que les hable un poco de él.

Es un tipo corpulento, fuerte. Su anatomía está hecha para nadar y nadar sin parar. Sin embargo es tímido, casi asustadizo. Cualquier ruido extraño en las aguas del inmenso océano o cualquier variación de ellas lo torna medio histérico y huidizo. Se espanta y vuelve como alma que lleva el diablo hacia alta mar, impidiendo así su entrada en nuestras almadrabas, esa especie de aparthoteles en las que el Atún Rojo deposita, para su sacrificio, a una parte de sus compañeros a modo de ancestral tributo.
En esas almadrabas viven algunos días, hasta que son izados a golpe de gancho a los barcos que los trasladarán a costa para convertirse en el mayor objeto de deseo de los grandes gourmets de primavera. Se dice incluso que, cuando va llegando el momento y las redes comienzan la levantá, algunos de ellos intentan escapar de ese laberinto con tanta desesperación que sus corazones les fallan y mueren de infarto.

Esa es la vida. Unos tiene que sacrificarse para que otros puedan cerrar su ciclo vital y llenar las aguas del vecino Mediterráneo de millones y millones de huevos que servirán, en parte, de alimento a otros peces, y el resto permitirá la subsistencia de la especie.

El Atún Rojo también es miope; está hecho un Rompetechos cualquiera. Por eso es vital para él nadar por aguas claras y cristalinas. Así pues, como los peces no suelen llevar gafas, si las aguas costeras están turbias, otra vez se nos va a alta mar.

Todavía nos visita de nuevo cuando, a finales de verano, vuelve por donde entró hacia su Atlántico de su alma, donde se encuentra tan a gusto. Pero para entonces ya no habrá calada en nuestras costas ninguna almadraba y lo único que podría impedir su retorno sería su faltas de fuerzas.

Por el camino comerá kilos y kilos de sardinas, jureles y demás pescados pequeños, cerrando así el círculo de uno de los ecosistemas más delicados de la actualidad. Delicado, sí, delicado. Por su culpa. Por la mía. Por la de todos. Por permitir que italianos y franceses esquilmen su población a golpe de radares, helicópteros y redes cerqueras para satisfacer, sobre todo, al insaciable mercado nipón.

Así no se trata a un amigo.