Estaba en ello cuando me saltó la noticia desde las páginas de un diario. Y digo que estaba en ello, porque dudaba entre irme al tabanco, como todos los meses por estas fechas, o irme a Granada, harto como estaba de seguir desayunándome diariamente un nuevo siniestro laboral en el que perdía la vida un obrero -generalmente de la construcción-, y de paso darme un paseito por la Costa del Sol, donde parece que se ha levantado la veda -¡ya era hora!- y el blanqueo parece que se va a poner negro, desde ahora. Estaba en ello y barajando posibilidades, ya digo, cuando me entero de que, por lo visto, queremos volver a la Edad de Piedra, en estas tierras nuestras tan reacias a luchar con documentos, palabras y, en fin, expresión, y tan apegados seguimos a la troglodita costumbre de contrastar ideas con la fuerza de los puños y de la agresión. Así que me voy al tabanco, decidido como estoy a expresar opiniones, a razonarlas, a transmitirlas, de la forma que me lo permite la Constitución de mi país, las leyes que nos hemos dado los españoles, el sentido común y la libertad de expresión consagrada para bien de mi profesión. Es decir, escribiendo.
Allí, donde encuentro, afortunadamente, a gente civilizada y con sentido común, a pesar de que uno sea del Betis, otros del Barça, alguno del Madrid, uno sevillista y otro del equipo local, discutimos de fútbol sin llegar a las manos, ¡que ya es un éxito! y sin agresiones verbales, tan subidas de tono, que duelen lo que un bofetón en pleno rostro. Así que me dejan hablar, y cuando lo creen conveniente disienten, discuten mis puntos de vista y me argumentan sus pensamientos, con una copa de amontillado por delante, sin temor a salir malparado por pensar como pienso. Por eso, cuando vengo a saber que en la librería Crisol de Madrid, con derecho democrático, como cualquier otra, para vender libros, presentarlos, etc. , siempre que no vulneren las leyes que nos hemos dado, un grupo de energúmenos, entra al asalto, arremete, agrede a un autor que, desde luego, no es santo de su devoción, visto lo visto, me asalta un desasosiego y una desazón que no hay quien me la quite de encima. La forma más incivilizada de expresar las propias ideas y la no conformidad con las ideas del escritor de turno, fue la protagonista. Sentirse disconforme con lo escrito reúne tanta legitimidad que nada puede impedir expresarlo. Hacerlo como lo pudo hacer el hombre de las cavernas, no es de recibo en este ya avanzado y supuestamente civilizado siglo XXI. Así lo expreso a mis compañeros parroquianos del tabanco, y a pesar de la disparidad de opiniones (sobre el libro en cuestión y su contenido), logramos hacer uso de la palabra sin que nadie tema del otro que le rompa la crisma, por no pensar lo mismo. Y, además, me dejan escribir en esta mesa sombreada del rincón del tabanco, dejándome la opción de ejercer la libertad de opinión y de expresión que me asiste por ley, por convencimiento, por sentido cívico y por convicción democrática. Seguir llenando de violencia el vaso, cualquier vaso y de cualquier corriente de pensamiento, no conducirá sino a que se desborde. Y, desde luego, el desbordamiento no produce sino grandes males.
Así que, a Granada, sólo me puedo ir por la vía del pensamiento, enredado como me he quedado en este ejercicio de sensatez, con mis amigos del tabanco. Y es que, de alguna forma, tengo la obligación de volver sobre el tema y seguir predicando, aunque la voz se pierda en ese desierto que son las once muertes granadinas en lo que va de año, en accidentes laborales. Algo de todo esto nos tocará a todos, y algo habrá que avanzar para que ese número que, en España, nos pone a la cabeza de los países avanzados, baje de una vez por todas y desterremos esa lacra que nos sacude con demasiada frecuencia. La parte de los obreros, que deberían tomar las medidas legisladas y no tomar tan a la ligera el riesgo que corren, hay que reiterarla, pero si es verdad, como se viene publicando, que el 70% de las obras -son afirmaciones sindicales- incumplen la normativa, quiere decir que parte de la solución está en manos de los empresarios de la construcción. Y deben hacer su parte. En manos de todos está la solución y hay que ponerla. En Andalucía, van ya 26 muertes en el 2005. No es una cifra que nos permita dormirnos en los laureles. Sindicatos y patronal estaban en la manifestación granadina -¡chapó!- pero 1.000 manifestantes es demasiado poco para las dimensiones del drama. Permítanme ustedes decirlo, en aras de la libertad de expresión y de denuncia que a los que desde las páginas de la prensa nos asiste. Porque, como ha afirmado el director del gabinete de prevención de riesgos laborales de la Universidad de Granada, “es necesario que tanto los poderes públicos, los partidos, los educadores, los empresarios y la sociedad aumenten significativamente su sensibilidad ante el principal problema del mundo del trabajo”. Aquí, como en muchas otras cosas, cada palo ha de aguantar su vela.
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