“Desde luego, con los tiempos que corren, el horno no está para bollos”, ha sido el somero comentario de Felipe, el tabanquero, cuando ha sabido que andaba enredado en unas líneas sobre las tres culturas, por encargo del director de mi publicación. Y es que a uno ya termina por ponérsele la carne de gallina cuando tiene que acercarse a temas que tengan algo que ver con el mundo árabe o el mundo judío. Desde que se acuñara el generalizado, no matizable y descalificador término de terrorismo islámico -en vez de llamarles simplemente asesinos- que supongo que a musulmanes, que no tienen la menor intención de asesinar a nadie, les sonará como a nosotros nos sonaría que calificasen a los terrorismos que nacen en nuestro ámbito cultural, como terrorismo cristiano, vivimos de la sospecha ciega. Y con tantas simplificaciones periodísticas, hasta los profesores de historias van a tener que dejar de hablar del Islam medieval, de Al-Andalus, y terminar por decir que la mezquita de Córdoba la construyeron los godos, para no herir susceptibilidades ni quebrantar ignorancias ciegas. Y no digo ya cuando hablamos de Jehudà ha-Levì, que cuando Felipe ha sabido que el insigne poeta español era judío, se ha enredado en una discusión con mi amigo y contertulio Manuel sobre el muro de la vergüenza que ahora serpentea el territorio israelí para aislar a los palestinos y las prácticas belicistas de Sharon, como si lo uno tuviera algo que ver con lo otro. En fin, que hoy el tabanco es un batiburrillo que me empeña en múltiples explicaciones para poner las cosas en su sitio. Y es que el horno no está para bollos. Tiene razón Felipe. Quizás por eso, me he venido el domingo con él hasta Sevilla -pues cerraba el tabanco- y me lo he llevado con gran sorpresa por su parte hasta la Catedral hispalense. Allí, delante del altar de la Virgen de los Reyes, nos hemos acercado a la tumba de Fernando III el Santo. Y le he hecho leer las lápidas que rodean su sepulcro. Una imagen vale más que mil palabras, dicen. Y es que, sostengo, como el horno no está para bollos, quizás por eso hay que poner el horno de la historia a punto y empeñarnos en el deber de calentar los bollos, que falta nos hacen. Coraje se necesita.
La situación que hoy se está viviendo, de confrontación entre las que el Islam llama “las tres religiones del libros”, el renacer de los más bastardos y crueles integrismos y fundamentalismos, en estos tres ámbitos religiosos y culturales, hacen olvidar la historia y reducen nuestra memoria a la nada o, lo que es peor, a los periodos más oscuros y crueles. No hay, pues, mejor ejercicio que el del domingo con Felipe. “Lee esas lápidas”. Y Felipe me mira con cara de asombrado, porque no las entiende en su totalidad. Y es lógico. El epitafio del sepulcro de aquel rey castellano, que la Iglesia canonizó, y que los sevillanos se dieron como patrón, está escrito en las tres lenguas porque a este rey le gustaba que le llamasen “rey de las tres religiones”, pues nuestra tierra fue, como la denominó el historiador alemán F. Herr, “pueblo de los tres anillos”. No fue la idílica relación en nuestro suelo que el romanticismo nos ha querido dar de Al-Andalus, ni la idealización que algunos historiadores de principios del siglo pasado quisieron describir. Pero fue ésta una tierra que permitió la convivencia, una convivencia que hoy se hace imprescindible en el mundo, con vecinos cercanos, con otros más lejanos, pero con los que nos unieron muchos vínculos históricos. De cualquier manera, hoy el mundo es un pañuelo.
Hacia el entendimiento, pues, de que nuestra historia puede ser ejemplo, a momentos, a saltos, casi en cuentagotas, pero que fue posible, permitiendo a un rey cristiano como Alfonso X el Sabio escribir: “Oh, Cristo mío, que podéis acoger al cristiano, al judío, al moro, puesto que su fe se dirige a Dios…”, o a un místico musulmán, una gran personalidad entre los siglos XII y XIII, natural de Murcia, Ibn Arabí, escribir este poema: “Mi corazón se ha hecho capaz de revestir / todas las formas, / es pradera para las gacelas y convento / para el cristiano, / templo para los ídolos y peregrino hacia la Kaaba, / las tablas de la Tora y el libro del Corán. / Mi religión es la del amor, / allí van mi corazón y mi fe”. O que hizo concebir y poner en marcha a Al-Riquti una escuela en Murcia, la primera del mundo, donde eran instruidos a la vez cristianos, judíos y musulmanes. Una tierra, la nuestra, en la que fue posible la escuela de traductores de Toledo, aunque como en las conmemoraciones de 1992 decía un arzobispo español en un acto celebrado en la Sinagoga de Santa María la Blanca en Toledo, “por desgracia se recuerda menos el Toledo del siglo XI, que los últimos años del siglo XV. Y es comprensible. La crueldad y la arbitrariedad calan más hondo en nuestras almas que la concordia y la aceptación mutua”.
Hoy, más que nunca, hay que volver la mirada a aquella historia de Córdoba, Toledo, Murcia… y aprender de ella. Porque hoy, más que nunca, la necesidad de convivencia y tolerancia -por todas las partes, claro está- se hace imprescindible, si no queremos enzarzarnos en una destrucción mutua y colectiva. Las vías de diálogo son innumerables. Las de confrontación llevan sólo al camino de la destrucción y de la muerte. Y nosotros, herederos de una larga historia, tenemos al menos la responsabilidad de poner en valor la memoria, porque ésta afortunadamente no habla sólo de choques sino también de convivencia. Nuestra historia y lo que hoy somos, no se comprendería sin ella, lo que nos obliga a un reto, sí, pero también a una apuesta moderna y seria.