Entre los miles de turistas que diariamente visitan el museo del Louvre y se atropellan ante el cuadro de la Gioconda, una de las pinturas más célebres del mundo, muchos son los que se quedan algo decepcionados … Es un cuadro relativamente pequeño (77 x 53 cm), algo oscurecido por el tiempo, que nos muestra un rostro que, a priori, no reviste gran hermosura… La abundantísima difusión de fotos y diversas reproducciones es en gran parte culpable de esta decepción. Habría que olvidar todas las imágenes que de ella se han visto, brillantes, de todos los tamaños, para darse cuenta que en realidad, a fuerza de apercibirla por todas partes y sobre toda clase de soportes, no se sabe ya en verdad como mirarla. Desde el instante preciso de su entrada en las colecciones de Francisco I, después de la muerte de Leonardo de Vinci, acaecida en Francia en 1519, Mona Lisa se convierte en un cuadro mítico. Todo en esa obra era tan nuevo y tan emocionante que a partir de ese instante no se podría ya pintar como antes…
El cuadro, comenzado en 1503, es uno de los primeros retratos llamados “de situación”: En lugar de destacarse sobre un fondo neutro o simplemente decorativo, la mujer se halla sentada en una especie de loggia, es decir, en un espacio real y habitable. Se sabe que los dos bordes verticales del cuadro fueron recortados en su tiempo: en su origen, como puede verse en algunas copias antiguas, se podían distinguir claramente dos columnitas, que definían el lugar. Todavía ahora se distingue a cada lado una parte de su masa oscura. Así pues, el personaje aparece en un contexto cotidiano cuya temporalidad acentúa el vínculo con el espectador. Más allá del retrato, se extiende un paisaje complejo, ritmado por los alineamientos de los caminos y el río, y cortado por la línea de un puente, hasta un fondo de cielo que recuerda el de los paisajes flamencos. La figura se halla en consecuencia en conexión con el mundo, ante ella se ofrecen y prometen toda suerte de trayectos por los que dejar vagar la mirada y el pensamiento. El espacio considerable que la separa del horizonte, en cierto modo, le pertenece. O casi. Pues el pintor tiene en cuenta los límites humanos. La lejanía se adivina pero sigue estando velada, difuminada, los contornos se diluyen, se escapan… Esto es algo que hoy en día nos parece evidente. Pero en la época de Leonardo de Vinci la pintura se concebía como un instrumento para transmitir certezas. Desde hacía siglos, enseñaba lo que había que saber, esperar, temer, creer y, desde el Infierno al Paraíso, pasando por las vías de Cristo o de los Santos, contribuía a reforzar los elementos de una cultura común. En realidad, se presentaba al creyente como una especie de exégesis visual, capaz de fijar su memoria y de despertar sus sentidos con una eficacia máxima. Pero Leonardo se libera de estos dogmas. El artista examina, observa, analiza la realidad. Es ante todo un espíritu científico y este cuadro constituye una buena muestra de sus investigaciones. En esta pintura el horizonte se esquiva, las líneas se disuelven, pues lo que pretende demostrar es precisamente que todo saber conoce un fin. A cierta distancia, las cosas se desvanecen y ni la razón ni la fe pueden hacer nada para evitarlo… Por primera vez, la conciencia de la duda entra en la pintura occidental, es ni más ni menos que una revolución intelectual. Su cuadro, depositario de una extraña ambivalencia, es tanto un testimonio de la debilidad de las cosas humanas como de su grandeza. El trabajo del claroscuro, el sabio difuminado que modela las formas o, mejor aún, las modula sin encerrarlas en un contorno, lleva en sí mismo la metamorfosis de una vacilación entre lo conocido y lo desconocido. La luz y la sombra significaron durante mucho tiempo los principios opuestos del bien y del mal, hasta tal punto que se rehuía pintar las sombras proyectadas, signos de la opacidad pecadora de los cuerpos, pero que ahora se abren hacia otras dimensiones. Dejando el estricto ámbito de lo religioso, el pintor utiliza todos los recursos de la luz y la oscuridad para traducir el poder y las dudas del intelecto ante una naturaleza en gran parte indescifrable… El momento escogido, el crepúsculo, dice por sí mismo la importancia de la ambigüedad en su pensamiento: Ni día propiamente dicho ni noche cerrada, sino algo que se escapa y proclama a medias tintas que las cosas se componen y se deshacen, se dibujan y se borran sin que se pueda jamas retenerlas. Leonardo trabaja con la claridad y las tinieblas, son sus materiales, distinguidos por Dios en los primeros tiempos de la creación. Pues por independiente que sea, la reflexión sobre el hombre no puede evitar aquí establecer la relación entre la criatura y el mundo divino. Esta es la razón por la cual el modelo se inscribe en un esquema piramidal, reservado por lo general para las representaciones sagradas, tales como las Vírgenes con Niño o la Santas Familias… Este triángulo ideal, símbolo solar al mismo tiempo que signo de la Trinidad, acoge por primera vez el retrato de una mujer cuya posición en el mundo carece de importancia y que, o mejor dicho, a causa de ello, puede asumir un papel genérico en la historia de las imágenes. Más allá de si misma, encarna un concepto nuevo de la humanidad y de su presencia en el mundo, lúcida y libre, constituida de eternidad y de ignorancia. La sonrisa de Mona Lisa subyugó a sus contemporáneos y acaparó los espíritus, pues era una expresión inédita que, más que una forma nueva de traducir un sentimiento, denotaba la voluntad afirmada de no definir ninguno. La sonrisa no expresa nada, sugiere con suavidad la fugacidad de lo visible y probablemente de lo pensable, parece apenas esbozada y sin embargo, ya al final, parece como una pregunta que tiene la sabiduría suficiente para no esperar ninguna respuesta.
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