Poussin no tenía intención alguna de pintar su autorretrato: como todo artista de ambiciones elevadas, este pintor francés del siglo XVII, concebía su arte en términos de jerarquía de géneros: esta jerarquía, definida por la Academia Real de pintura y Escultura que acababa de crearse en París en 1648, clasificaba las posiciones respectivas de los diferentes temas tratados en un cuadro. La pintura considerada como la más noble era la pintura de historia, es decir, aquella que trataba los temas históricos, mitológicos y religiosos. Para este tipo de representaciones era necesario dominar tanto el dibujo, como la arquitectura, el desnudo y el paisaje. También había que saber pintar muchedumbres en movimiento, exaltar la verdad de una batalla y la grandeza de un acontecimiento bíblico. Más allá de la técnica, la práctica de la pintura histórica daba testimonio de una cultura literaria tan profunda que atribuía al pintor un sello intelectual y sabio. Este era naturalmente el tipo de pintura que los mecenas más importantes valoraban y solían encargar…
Lejos de la pintura histórica, en la que Poussin destacó sobremanera, se situaban el retrato, el paisaje y la naturaleza muerta… Un retrato, en el contexto de la época, no podía constituir un tema propicio para la reflexión, puesto que a lo sumo era una simple imitación de la naturaleza. Los méritos del espíritu, los únicos que apasionaban realmente a Poussin, no encajaban en esta clase de pintura… Sin embargo, y a pesar de todas sus reticencias, el pintor realizó dos autorretratos en un mismo año, en 1650.
Dos de los mejores amigos parisinos de Poussin, que entonces residía en Roma, expresaron su deseo de conservar una imagen del pintor. Poussin comenzó por buscar los retratistas que pudiesen satisfacer mejor este deseo. Pero ninguno de sus contemporáneos era de su agrado. Así que se resignó a pintar él mismo los lienzos tan esperados por sus fieles amigos y al propio tiempo coleccionistas, Pointel y Chanteloup… La expresión que se plasma en el cuadro, que hoy día se conserva en el Louvre (el otro, muy diferente y de factura más ligera, se encuentra en Berlín) deja entrever la preocupación y tal vez el desagrado que le cuesta una empresa tan alejada de sus preocupaciones habituales.
Mira al espectador con las cejas fruncidas, sin buscar a seducir, ni tan siquiera a agradar. Vestido con una toga negra, parece tener en las manos un cartón de dibujo. En vez de representarse como artista ante su caballete, en los lugares y circunstancias tradicionales de su trabajo, ha preferido mostrarse ante algunos de sus propios cuadros, colocados delante de una puerta, sin dejar ver apenas nada de sus temas. Unos colores vivos atraen la atención en la parte izquierda del cuadro: se vislumbra un lienzo con fondo azul, ocultado en parte por otro. Un personaje femenino, coronado con una diadema -símbolo de conocimiento superior- se halla enmarcado por dos manos -símbolo de la amistad- y se presenta de perfil, como los retratos italianos del primer Renacimiento. Un destello de luz, en el anillo que lleva Poussin en su mano derecha, podría sugerir todos los otros colores, en ese instante invisibles, pero presentes gracias a los reflejos del diamante.
Al dorso de un cuatro, situado a la derecha, hay una inscripción en latín indicando el nombre del pintor, su lugar de nacimiento, su edad (56 años), el lugar donde se pintó el cuadro (Roma) y el año: 1650.
Nada de todo ello es anodino: la indumentaria del pintor es la de un filósofo antiguo, al objeto de resaltar la importancia de las cosas del espíritu en su obra. La figura alegórica de la izquierda explica las razones que le condujeron a pintar este cuatro, en este caso su amistad por Chanteloup. Los dibujos del respaldo, así como el diamante, hacen alusión a etapas esenciales de todo cuadro, pero que permanecen ocultas para el espectador ordinario. En cuanto a la red de ortogonales muy escueta que se despliega al fondo del retrato, dejando imaginar las obras múltiples en preparación, pone sobre todo en evidencia la estructura geométrica de toda composición.
Con una notable economía de medios y el mismo rigor que una obra de historia, el cuadro, construido como un razonamiento lógico, expone claramente por qué, cómo o cuándo y por quién fue realizado.
Retrato o no, desde el momento en que Poussin aceptó el encargo, no podía limitarse a copiar su propio rostro buscando únicamente un banal parecido…
francoisegall@aol.com