Más cercana a una aparición que a una imagen fotográfica, Rosa Incarnata se impone de entrada como una obra fundada en la ambivalencia, tan presente como incierta, deslumbrante en el preciso instante en el que parecía desvanecerse. La fracción de segundo en que todo cambia es imperceptible: basta con que varíe apenas la iluminación, la mirada se muestre algo perezosa… y la figura central desaparece. Si por el contrario, la luz es propicia, si uno se toma la molestia de escrutar la suave superficie del papel, la flor blanca, que parecía hasta entonces reservada, emerge. Una especie de adormecimiento de la forma dejará distinguir poco más que una silueta, no se trata de ver esta flor con más detalles, sino de adivinar su densidad, como si el aire aumentase simplemente su peso para darle más substancia… Únicamente el tallo y las hojas, de un verde oscuro, resisten a esta percepción vacilante, oponiendo su determinación a la evanescencia de las corolas. En cada uno de los cuatro paneles se articula un equilibrio semejante, con una igual fragilidad. Las cosas parecen flotar en una semiconsciencia, entre la precisión de las formas recortadas y la masa casi indiferenciada de las flores. La obra propone, en este sentido, una reflexión sobre la visibilidad de la imagen, al mismo tiempo que una variación sobre el tema de la encarnación, ya que muestra literalmente la carne de la flor, a medio camino de su propia realidad, en una especie de vaivén en el que su peso carece aún de consistencia…
Aunque el brillo del cobre evoca el fondo dorado de las pinturas medievales, sólo es aquí, por decirlo así, algo accesorio: el metal acompaña en este caso a la representación, pero no constituye su base. No se sitúa ni por encima ni por debajo, ni siquiera en torno a la imagen. Forma simplemente parte integrante de ella, como una zona puramente abstracta, indescifrable, pegada a este espacio que adquiere vida por la flor que lo ocupa. La superficie enmarcada por las franjas relucientes encuentra su contrapunto en la textura irregular de los pequeños rectángulos diseminados aquí y allá, como estampillas antiguas, muy borradas por el tiempo. No nos sorprendería hallar los rastros de un matasellos, las líneas de un monograma. El formato alargado de los paneles, que evocan irresistiblemente el arte japonés, invita al espíritu a tales divagaciones. La obra no se inspira directamente de la estética extremo oriental, sino que, más allá de lo que ella representa, es lo suficientemente alusiva para suscitar un libre ensueño: las imágenes se superponen, las referencias se difuminan… Los largos tallos de las rosas se despliegan sobre la limpidez del papel, como si el pincel de un calígrafo las hubiese depositado allí. Todo conspira a crear aquí la más evidente de las sensualidades. Sin embargo, en este destello lunar, el simbolismo virginal se impone a nuestra mente… Es efectivamente la ambigüedad existente en el Antiguo Testamento, el texto del Cantar de los Cantares, a partir del cual se elabora un repertorio de los atributos de la Virgen -en los que se incluye la rosa sin espinas-, y que ha sido interpretado por diversos comentaristas como el poema del amor casto, la expresión del deseo devorante, el himno a la belleza del cuerpo o la celebración del alma inmortal… El texto, como para aliviar el carácter parcial y transitorio de toda verdad humanamente accesible, sólo aparece aquí de manera fragmentaria. Se hunde en el espesor del papel, como un recuerdo a la vez incompleto y persistente…
En torno a las hojas de la rosa, al borde de las franjas de cobre, una costura bordea las formas, refuerza sus contornos. A la herida de la espina, responde el avance reparador de la aguja. A la diversidad de los motivos inconexos, la voluntad de reunir sus puntos minuciosamente. Los rectángulos dorados no serían otra cosa que las pruebas acumuladas de un paciente remiendo. A menos que sólo se trate aún de un proyecto, los primeros elementos de una obra en preparación. Se diría que manos diferentes colaboran en esta tarea. Todas al mismo tiempo, mujeres de dedos precisos cortan, dividen, reúnen, cosen, con todos sus dolores confundidos, olvidados. Se apresuran como para una ceremonia ya cercana… El tiempo apremia tanto para la voluptuosidad como para la inocencia… los hilos penden todavía, vuelan al menor soplo, como un velo de novia.