En Florencia, hacia mediados del siglo XV, apareció un tipo particular de pintura, de formato circular, conocido bajo el nombre de ‘tondo’. El conocimiento de los medallones esculpidos de la Antigüedad desempeñó probablemente un papel esencial en la aparición de esta moda, y el Renacimiento italiano, a su vez, utilizó profusamente bajorrelieves esculpidos de forma redonda, integrados la mayoría de las veces en un espacio arquitectónico. Evoquemos como ejemplo las figuras de niños envueltos en pañales dispuestos de esta forma por Della Robbia en la fachada del Hospital de los Inocentes, construido por Brunelleschi en la Piazza della Santissima Annunziata…

Sin embargo, los cuadros redondos, objetos autónomos, desempeñaron una función bien diferente y, al parecer, vinculada en la mayoría de los casos al espacio doméstico. Estas obras, reservadas por lo general a la representación de la Adoración de los Reyes Magos o de la Virgen con el Niño, decoraban por lo general las mansiones de los ricos florentinos, ofreciéndoles unas imágenes que servían de soporte a sus piadosas reflexiones. El repertorio de los temas, aunque limitado, es muy significativo. Estas pinturas, que a menudo se limitaban al tema de la maternidad, venían a constituir un polo simbólico del hogar, hacia el que convergían diferentes pensamientos: la esperanza de una feliz descendencia, la gratitud de verla crecer y prosperar, los placeres de una placentera paz familiar. De manera que la dimensión de lo sagrado se veía reducida a algo más simple, menos metafísico tal vez, algo que satisfacía las preocupaciones inmediatas de cada cual, en las que no solamente era cuestión de la Encarnación o la Salvación eterna, sino simplemente de la vida de cada día, de sus momentos de felicidad y de su posible armonía. Y es probablemente en este aspecto donde estos cuadros hallaban su plena justificación. El círculo, figura sin principio ni fin, traducía el carácter intemporal de las verdades divinas y, por su supuesto movimiento, evocaba el retorno cíclico de las cosas… Una forma sin contrastes, absoluta, que constituía un remanso para el espíritu y, al mismo tiempo, un recorrido sosegante para la mirada. Los temas asociados a la infancia de Cristo se despliegan serenamente, como bajo una bóveda celeste, como en una cuna. Resulta fácil imaginar el éxito de esas pinturas, que terminaron también por decorar probablemente algunos lugares oficiales, en los que se quería subrayar una cualidad más intima que la piedad, algo que constituyese al propio tiempo una plenitud… El apogeo de ese tipo de representaciones tuvo lugar a finales de siglo, siendo uno de sus mejores especialistas Filippinio Lippi, aunque otros pintores, como Botticelli y Perugin, aportaron numerosas variantes. El tumultuoso siglo siguiente se desinteresaría y abandonaría completamente este tipo de pintura.

Uno de los primeros tondi de gran amplitud, realizado en 1452, fue obra de Filippo Lippi. La Virgen con el Niño, sentada en un sillón adornado de volutas, nos mira ligeramente en una posición de tres cuartos, mientras que en segundo plano y al fondo se nos muestran diversas escenas relativas su infancia. A la derecha, podemos descubrir el encuentro de Ana y Joaquín, así como la representación del nacimiento de la Virgen, que ocupa una gran parte de la imagen. La complejidad de la estructura realizada por Lippi nos da testimonio de su aptitud de investigador, de experimentador, en una época en la que las reglas de la perspectiva eran ya perfectamente conocidas y dominadas. En este cuadro, la regulación del espacio se convierte a veces en un pretexto para construir una escenografía sofisticada en la que se articulan distintos planos múltiples y contradictorios. Más que organizar una lectura racional de lo visible, lo que propone el pintor es darnos una visión deliberadamente desconcertante, casi laberíntica. De ahí, la utilización de motivos de enlosados de mármol de colores alternados, pardos aquí, rojos y verdes allá, utilizando los distintos niveles de las zonas del cuadro, el encaje de los lugares cúbicos, la multiplicación de escaleras, puertas y otras aberturas…

El encadenamiento de todos estos elementos parece a primera vista desprovisto de toda lógica y verosimilitud. Y sin embargo halla su plena justificación en el sentimiento que suscita, dividido entre la conciencia de tanta riqueza de invención y la idea de que el mundo se ordena en él de una forma vigorosa, según unas leyes indescifrables… Los fragmentos de la historia que se narra se siguen, se yuxtaponen y se responden, naturalmente, pero la superabundancia de ángulos, paredes y umbrales hacen sensible la dificultad del recorrido, hasta llegar al punto en que el tema del paso, de la etapa que debe franquearse, se convierte en uno de los principales elementos de significación.

El ‘paso’ más importante para el equilibrio del cuadro se opera desde el fondo de la composición, hasta llegar al primer plano, partiendo de formas angulares hacia la suave silueta de la Virgen, mientras que ciertas figuras secundarias situadas a la derecha de la composición desempeñan claramente un papel de transición visual. Los velos translúcidos, los ropajes etéreos de las mujeres de andares danzantes, el pañuelo sabiamente arrugado que adorna el peinado de María, el pequeño cojín relleno del Niño y hasta los rebordes del sillón, con sus volutas enrolladas sobre sí mismas, todo ello atrae la mirada del espectador, que se desentiende del mundo angular que viene del fondo y se funde en el primer plano, donde se anida como una melodía… La estricta cadencia de las ortogonales desaparece a medida que se renuncia a los detalles de la historia para considerar la Madona, envuelta en suaves curvas. Y luego, con un efecto de gracia infinita, estas curvas, a su vez, se desenlazan, se simplifican y vienen a acabar su trayectoria, al fin pacificadas, en el círculo perfecto que da su forma al cuadro…

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