Nos encontramos inmersos en una grave crisis con importantes consecuencias económicas y sociales, que está poniendo a prueba la capacidad de resistencia y de adaptación de nuestro mundo a escala global. Y el tejido productivo no es en absoluto ajeno a esta situación: con la paralización de la actividad y el confinamiento, desde los ERTE y la caída del consumo y la inversión, hasta el cierre de empresas y la pérdida de puestos de trabajo… Las consecuencias del COVID-19 están siendo, y pueden llegar a ser aún más, intensas y de amplio alcance.
Debemos tener presente, no obstante, que esta crisis es ajena a nuestro modelo empresarial, es decir, no ha tenido origen en una disfuncionalidad de nuestro sistema productivo. Lo cual no es óbice para entender que vendrá a acelerar -lo está haciendo ya- procesos de cambio en determinadas áreas de gestión en las empresas.
Y esta reflexión es necesaria porque las empresas constituyen el único motor capaz de impulsar la salida de esta grave situación: porque la vuelta a la normalidad y la superación de esta crisis pasan ineludiblemente por el restablecimiento del flujo de mercancías y personas, la producción de bienes y servicios, y en definitiva la generación de empleo y riqueza, y todos estos factores se hallan indisolublemente ligados a la solidez de nuestro tejido empresarial.
Las empresas generan puestos de trabajo, desarrollo social y económico, y en lo institucional favorecen el impulso y la gestión de los intereses comunes a todos los ciudadanos. E, incluso en estas graves circunstancias, vienen protagonizando también historias de innovación, buenas prácticas, y de compromiso social.
Pero, para que estos y otros muchos esfuerzos alcancen el éxito, es preciso que el contexto normativo e institucional en el que desempeñan su labor, y que tan determinante resulta en su capacidad para ser competitivas, resulte adecuado. En este sentido, es imperativo que la agenda política se centre en la recuperación de la actividad empresarial, teniendo el empleo como principal objetivo, en un escenario de seguridad sanitaria y jurídica, que contribuya a generar la confianza que precisan los mercados.
Es por ello que desde las organizaciones empresariales venimos demandando el desarrollo de iniciativas encaminadas a facilitar la actividad empresarial: flexibilización de obligaciones fiscales, adecuada financiación, agilización de la contratación pública, cumplimiento de los compromisos de pago a proveedores por parte de las Administraciones, como fórmula de inyección de liquidez a la economía sin incurrir en incremento del gasto público, fluidez en la contratación de obras y servicios, incentivo y apoyo a la producción local, fomento de ayudas para la digitalización y el teletrabajo, o para la compra de equipos de protección en el trabajo, entre otras.
Todo ello, sin olvidar las necesidades específicas de cada sector de actividad, prestando atención a las particularidades de los distintos territorios. Así, resulta fundamental, por ejemplo, implementar planes de reactivación para el turismo y la cultura, ideados para que, por su transversalidad, el efecto de arrastre sobre otros ámbitos de actividad pueda percibirse en el menor plazo de tiempo posible.
En Málaga contamos con sectores productivos fuertes y bien posicionados, como la hostelería y el sector hotelero, dentro de nuestra consolidada industria turística, la construcción, el transporte y la logística, el comercio, el tecnológico y el agroalimentario, que están siendo duramente golpeados por las dificultades provocada por el COVID-19. En cada uno de ellos, se deben establecer medidas de apoyo orientadas a mantener la actividad y el empleo, a fin de recuperar los niveles previos a esta inédita crisis.
En definitiva, nos enfrentamos a grandes retos que exigen soluciones consensuadas y de calado. Los próximos meses e incluso años exigirán lo mejor de nosotros, y debemos estar preparados.
Natalia Sánchez Romero 
Vicepresidenta Ejecutiva/Secretaria General de la Confederación de Empresarios de Málaga (CEM)
