Es difícil restarle dramatismo a la situación provocada por la pandemia. Tanto por la gravedad de su impacto, como por su impacto universal y ahora por su prolongación. Las generaciones más recientes de la sociedad española han vivido la crisis y la lenta asfixia que genera la precariedad. Pero esta crisis nos aproxima al sentimiento de las del mundo en desarrollo, donde parece que el problema nunca acaba ni pierde intensidad y se observa con angustia que las soluciones están fuera de alcance o se constata que los líderes no responden al desafío.

El que compartamos esta vivencia de desamparo podría ser el motor de una nueva fraternidad global, ahora que celebramos el 75 aniversario de las Naciones Unidas, nacida de otro desastre universal. Decía estas semanas atrás, José Antonio Alonso, profesor de la Universidad Complutense y uno de los principales expertos españoles en cooperación internacional, que una de las cuestiones que habíamos olvidado en la Agenda 2030 es la recurrencia de las crisis que, aunque imprevistas cada una de ellas, son una condición estructural del desarrollo que hay que incorporar a los ODS para reforzar los instrumentos de solidaridad global. La mejor manera de celebrar el 75 aniversario de la indispensable Organización de las Naciones Unidas, es hacer una renovada apuesta por la gobernanza global y la solidaridad internacional.

Pero volviendo a la sensación de vivir en una crisis que no se acaba, conviene alertar sobre los efectos que puede tener la prolongación de la pandemia en la economía española. El deseo de encontrar pronto la vacuna, pese a la enorme inversión de recursos y talento, no puede acelerar los plazos razonables del proceso científico. Nuestro escenario de recuperación en V (crisis aguda en 2020 y recuperación rápida en 2021 y 2022) quedó ya descartado en verano, pero podríamos vernos abocados a una crisis que se extienda a 2022 y una recuperación que no acabe hasta 2025.

Enfrentamos tres riesgos principales si los efectos de la pandemia y la necesidad de controlarlos se prolongan en el tiempo: la destrucción de una parte del tejido empresarial, el desborde de la desigualdad y la vulnerabilidad y la pérdida del momento histórico para las reformas que demanda nuestra economía.

El primero de los riesgos tiene que ver con dos tensiones. La de la capacidad de aguante de algunas de las empresas más afectadas por los confinamientos y las restricciones ante esta segunda oleada. Y otra es la eficacia de las medidas que proporcionan liquidez y que cubren parte de los costes de este período (ERTE) a empresas ya tocadas antes de la crisis o sin oportunidad de superarla. Se trata de lo que se ha hecho frecuente denominar como empresas zombies. Este riesgo sugiere la impopular decisión de no malgastar recursos en lo que no tiene solución y apoya la discrecionalidad en la aplicación de los instrumentos, huyendo de medidas de carácter general tanto en el ámbito nacional como sectorial. El envés de esta media es la pérdida de puestos de trabajo y el desamparo de los que los pierden. El haz es la desaparición de empresas poco viables y la redirección de los recursos a otras empresas en otros sectores productivos.

El segundo de los riesgos es el incremento de la vulnerabilidad y del riesgo de pobreza y el repunte de la desigualdad. Las cifras estadísticas no captan todavía el impacto, pero las estimaciones globales y para España confirman el incremento de la desigualdad. Los últimos informes de Oxfam Intermón señalan que el número de pobres en España “podría aumentar en más de 700.000 personas, hasta alcanzar los 10,8 millones de personas, llevando a un incremento de la pobreza relativa de 1,6 puntos, hasta alcanzar al 23,1% de la población (frente al 21,5% antes de la COVID-19)”.

El circuito que lleva de la crisis a la desigualdad es claro y la pandemia lo refuerza. El principal canal de pobreza y desigualdad en España es el desempleo y su alta sensibilidad a las crisis. La crisis genera desempleo que se focaliza en los empleos más precarios, más concentrados en las personas con menor formación y experiencia y en los hogares con menos capacidad de ahorro. La pandemia incide especialmente en sectores productivos más afectados por el confinamiento y más asociados a la contratación temporal y a empleos con menores demandas de cualificación, como algunas actividades relacionadas con el turismo y la hostelería.

Como en la educación, la prolongación de la pandemia y de las medidas restrictivas para frenarla tiene un mayor impacto económico en los ingresos de los sectores más vulnerables. El efecto consecutivo de la crisis provocada por la gran recesión y después por la pandemia podría dejar atrás a una parte importante de nuestra sociedad, y llevarnos a niveles impropios de exclusión y desigualdad en un país como España.

El tercero de los riesgos de una crisis dilatada es el efecto desincentivador de las reformas. Pese a las dudas sobre la gestión política, se ha creado un ambiente propicio para discutir las reformas estructurales que España necesita. Se ha creado en la sociedad española un cierto consenso sobre la necesidad de hacer reformas en los equilibrios sectoriales de nuestro sistema productivo y en la necesidad de invertir en otros sectores para no perder el tren de la nueva revolución industrial. También sobre la eficacia y la calidad de nuestras políticas y servicios públicos o sobre la necesidad de romper las dinámicas excluyentes de nuestra economía.

El retraso de los fondos europeos como símbolo de la posibilidad de transformar la economía española tiene un efecto desmoralizador que se suma a la sensación de que esto va para largo. Pero no debe frenar el impulso de cambio y transformación con el que debemos dejar la crisis atrás.

 

Pedro CaldenteyWEB Pedro Caldentey

Director del Departamento de Economía

Universidad Loyola Andalucía

@PedroCaldentey

 

 

Artículo incluido en la edición de noviembre de Agenda de la Empresa