Fue en la semana del Black Friday. Queríamos comprar un regalo para uno de nuestros hijos y habíamos esperado a que llegase este momento. Sabíamos que lo que le gustaba y necesitaba era un teléfono móvil que le permitiese hacer fotos de más calidad que el teléfono que tenía, pues le encanta la fotografía. Mi mujer y yo nos acercamos a un centro comercial y comenzamos a buscarlo. Había numerosos modelos y ofertas. En algunos casos con descuentos en porcentajes y, en otros casos, con carteles con el precio de antes en números grandes tachado y muy visible, junto con el precio de ese momento en otro tamaño. Recurrimos a un vendedor para que nos ayudase y nos dio varias alternativas: desde el último modelo con las nuevas mejoras y el mayor precio hasta otros modelos con ventajas añadidas en conexión, sonido, tamaño, etc., más allá de la calidad de la cámara fotográfica incorporada al teléfono móvil.

Yo había tomado ya la decisión. Me quedaba con el teléfono que tenía un gran descuento y mejoras adicionales. Había emitido un juicio rápido. Además, si no lo compraba ahora me sentía mal porque estaba perdiendo una oportunidad por la rebaja en el precio. En ese instante, mi mujer me dijo que nos fuéramos a tomar un café y lo valorásemos más tranquilamente juntos.

Esa parada y reflexión me hizo ver desde otra perspectiva varios aspectos. El primero de ellos que me estaba alejando del presupuesto que teníamos, sabiendo previamente que hay teléfonos móviles que disponen de una buena cámara fotográfica al precio que estábamos dispuestos a pagar. El segundo, que había sentido un impulso fuerte para comprar y que el cartel con el precio tachado por una cruz me había fijado en mi mente un “precio ancla”. Todo relativo al precio giraba sobre él, de tal manera que un precio menor ya suponía una buena compra. De igual manera, ¿cómo podía dejar escapar esa oportunidad? No soportaría perder ese momento y que mañana fuese más caro.

¿Qué me ocurrió? Pues que confié en la primera información que recibí, y mi cerebro, por pura necesidad, emitió de inmediato un juicio rápido por los estímulos que estaba recibiendo. Se denomina el “sesgo de anclaje”: tomamos como referencia la primera información que recibimos, se ancla en nosotros y nos influye en la toma de decisiones. Al cambiar de terreno de juego y tomando un café con mi mujer lo comprendí.

Me acordé de uno de los premios Nobel de Economía: “lo peligroso sobre los sesgos cognitivos es que fácilmente los reconocemos cuando actúan en los demás, pero no en nosotros mismos”. Es Richard Thaler, economista estadounidense destacado por sus aportaciones a las finanzas del comportamiento del ser humano. Por eso, disponer de un presupuesto familiar es uno de los consejos para fomentar la Educación Financiera en Familia en los que nos invita a pensar la Asociación Europea de Asesores y Planificadores Financieros (EFPA). Si lo tienes y lo aplicas, en familia, por ejemplo, evitas que los sesgos influyan en la toma de decisiones.

En la gestión de patrimonios, los sesgos también están presentes. Por eso, ir acompañado de un profesional acreditado y con experiencia te da seguridad y tranquilidad en la toma de decisiones.

Recordando al poeta inglés Willian E. Henley en su poema Invictus: “Soy el amo de mi destino, soy el capitán de mi alma”. Ve acompañado y que los sesgos no te conquisten.

 

Juan Francisco Martín BáñezWEB Juan Francisco Martín Báñez

European Financial Advisor (EFA)

LinkedIn: Franciscomartinbañez

 

Artículo incluido en la edición de diciembre de Agenda de la Empresa