(A la memoria de Luis Rey Romero). A mediados de los años cincuenta, iniciaba mi andadura por la abrupta senda de la enseñanza, impartiendo clases en academias y colegios, a cambio de exiguos estipendios que evocaban aquello de “más hambre que un maestro de escuela”. Y, si la consideración social era escasa, la profesional no le iba a la zaga, pues se nos asimilaba al gremio de “actividades diversas”, entre las que se contaban, si mal no recuerdo, las dignísimas de barberos y empleados de pompas fúnebres… Además, la mengua de alumnos durante el verano conllevaba severos ‘recortes presupuestarios’ que reducían al sufrido docente a la triste condición de impecune crónico. Entre el profesorado, había quienes se hallaban adscritos a un centro, aunque lo habitual era desplazarse de aquí para allá, hasta completar una jornada de ¡8 ó 10 horas! con las imprescindibles clases a domicilio. Curiosamente, el ‘absentismo laboral’, una plaga de nuestra época, era algo impensable (corrían malos tiempos para los profesionales de la baja) y, por supuesto, los alumnos debían aprobar -era la mejor publicidad-, lo cual exigía preparar el temario completo.

Por aquellas fechas, tuvo lugar un doble acontecimiento que habría de transformar mi futuro profesional: mi incorporación al instituto San Isidoro y, casi simultáneamente, al colegio de San Francisco de Paula, centro éste en donde permanecería hasta mi jubilación, tras cuarenta y dos años de docencia. Del primero, conservo indeleble en mi memoria la vocación por la enseñanza, elevada a magisterio, de un claustro de profesores (el último de ellos, fallecido, centenario, hace pocos meses) y que, junto al personal no docente, me hacen añorar una época en la que los centros académicos oficiales eran instituciones respetadas y respetables. Del segundo, cuyo nivel de exigencia era bien conocido, me impresionaron su concepto de la responsabilidad, de la tarea bien hecha, de la disciplina académica, de la libertad de cátedra -coexistían posiciones absolutamente antagónicas-; también su espíritu liberal, inspirado en el Instituto Escuela, deudor a su vez de la Institución Libre de Enseñanza. Y, a todo ello, se sumaba mi entusiasmo por el protagonismo que don José y don Luis otorgaban al teatro y, en particular, a la música, cuya difusión impulsaban en veladas (‘sabatinas’) en las que participaban numerosos alumnos, algunos, tan ilustres como Manuel Castillo, futuro Premio Nacional de Música en dos ocasiones.

Mas hagamos un breve recorrido por la historia. Ya en la Guía de Sevilla (1897) de Zarzuela queda constancia del prestigio del Colegio: “En el quinquenio 1892-1896 se han efectuado 1448 exámenes, con 412 sobresalientes y … ¡ningún suspenso!”, resultados de unos controles oficiales que medían a todos los alumnos por el mismo rasero. Años más tarde, con motivo de la primera promoción del plan cíclico -siete cursos con su temible Examen de Estado, en el que un tribunal de catedráticos evaluaba oralmente a los alumnos y que, más de un licenciado universitario actual sería incapaz de superar-, el colegio de la familia Rey logra unos resultados absolutamente espectaculares: no sólo aprueban todos los alumnos, la mayoría con altas calificaciones, sino que de los ocho premios extraordinarios que se conceden en el amplio Distrito Universitario ¡cuatro son para alumnos del Colegio! En planes posteriores, las famosas reválidas, así como el curso preuniversitario, pruebas todas ellas sancionadas -insisto- por tribunales estatales, consolidan la imagen de rigor y exigencia de un centro cuyo prestigio se prolonga hasta la propia universidad de nuestros días.

Atrás quedan años de zozobra como consecuencia de las perentorias exigencias impuestas a los centros privados regidos por seglares, en tanto los religiosos, blindados en virtud del Concordato con la Santa Sede, no son objeto de visitas intempestivas. Los tiempos cambian y a las dificultades de antaño les suceden, como consecuencia del cambio político y social en el país, otras, de orden distinto, que generan un clima de conflictividad y de tensión, en un intento, fallido, de subvertir las estructuras, so pretexto de un aggionarmento que, al socaire de la corriente de igualitarismo imperante, amenaza con derruir una institución -léase, una forma de entender la enseñanza- ajena a veleidades políticas circunstanciales. Tiempos, pues, de luces y sombras que no impiden, empero, la consecución de nuevos éxitos -premios extraordinarios y nacionales de Bachillerato, entre otras muchas distinciones- hasta conducirnos al más reciente: la nota media más alta obtenida en la pasada Selectividad. Hoy, como ayer, el horizonte sigue siendo la excelencia.

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