De vez en cuando, es imprescindible parar. Parar, templar y mandar, dicho sea con el debido respeto al lenguaje clásico de la tauromaquia, como verbos que sustentan la idea de detenerse sin apresuramientos; analizar con visión y espíritu crítico y tratar de actuar -ejecutar- con la mayor precisión.

En efecto, un proceso realmente complicado y lleno de matices a pesar de las apariencias. Ocurre que el símil taurino tiene que ver, precisamente, con la inmediatez de la faena, que no dura más allá de unos minutos, y que es, también precisamente, el factor que dificulta el proceso pero que nos sirve para situarnos en el escenario. De vez en cuando es imprescindible parar, escuchar y comprender.

Lo es para aprender -eliminar apriorismos- y entender los fundamentos de una actividad que, gracias al deslumbramiento y desconcierto que ha provocado (¿lo provoca todavía?) lo que hemos conocido por digitalización, se ha acabado confundiendo en un todo de varias partes en la que cada una trata de empequeñecer, directa, sibilina e inconscientemente a la otra dependiendo de cada “especialista”.

Me refiero, naturalmente, a la Comunicación.

Y viene dada esta sencilla reflexión al hilo de “El lado oscuro”. Diez falacias sobre las relaciones públicas, del periodista Miguel Ángel Robles, presentado hace algo más de un mes y que, como su título avanza, desmitifica -con elocuencia y precisión difícilmente cuestionables- la imagen de una actividad (de una profesión u oficio, me quedo con esta segunda acepción por lo que tiene de obsesión por lo bien hecho y la experiencia para saber hacerlo) a la que se ha caracterizado casi siempre con prejuicios y a la que en muchas ocasiones se la entiende mal y, en consecuencia, se la utiliza peor.

Sí, hay que colegir que, poco a poco, se ha ido entendiendo la función de la comunicación en las instituciones, las organizaciones y las empresas. Quienes tienen mejor reputación social e institucional son quienes así lo han entendido y lo han puesto en práctica. Pero el camino es todavía largo y, en coincidencia con el autor, hay que redoblar esfuerzos en esta época gaseosa y de incertidumbre inminente, agudizada por las señales inquietantes que trae el horizonte macro a corto plazo. Profundamente sociales.

En unas pinceladas, porque ya de antemano recomiendo la lectura del libro, que es rápida, amena y tiene el grado adecuado de sustento académico (afortunadamente no es un paper aburrido con una cita pedante e innecesaria en cada frase), la comunicación se delimita con el término de relaciones públicas -reproduce la famosa Declaración de Principios de Ivy Lee de 1906 para acotar- y recorre desde el carácter conspirativo (ese lado oscuro) que quiere señalar con el dedo de las malas prácticas y la falta de ética a quienes trabajan en comunicación -sin ser en absoluto pretencioso, llamarse Orwell o Habermas no tiene bula más allá del momento y las circunstancias que pudieron llegar a vivir o conocer de primera mano- hasta ese efectivo epílogo en el que “no pido perdón… y lo pido…”.

Y finaliza: “con estas páginas pretendo subrayar la verdadera esencia de las relaciones públicas, como disciplina profesional que es reverso del periodismo, que toma sus bases de la Ilustración, y que busca la recomendación de terceros a través de la persuasión. (…) Y denunciar que la comunicación sin relaciones públicas es un oxímoron, un imposible, la nada: la vieja publicidad de siempre entregada a los designios del marketing”.

Porque muchas veces las cosas se reducen a parar, escuchar y comprender. O sea.

 

Francisco J. Bocero

Director de Comunicación de CEA

@PacoBocero

 

Artículo incluido en el número de mayo de la revista Agenda de la Empresa