A principios de octubre, celebramos en Dircom Andalucía un par de jornadas de trabajo -en Sevilla y en Granada- sobre la medición y evaluación de la comunicación de la mano de la agencia Rebold. Sin otra consideración, las traigo a esta cita mensual al descubrir con cierta sorpresa -todavía tengo la capacidad de sorprenderme y espero conservarla mucho tiempo- que sigue habiendo mucho desconocimiento en torno a la auténtica dimensión de lo que representa y, sobre todo, el valor que representa medir y evaluar correctamente la comunicación.

Voy a confesarlo: siempre me ha obsesionado conocer, contextualizar y valorar los resultados de mi trabajo con la mayor precisión. Y no solo por lo cuantitativo, sino por lo cualitativo, es decir, por la suma de la creación de valor real más las posibilidades potenciales de crearlo. Lo que es un auténtico intangible en toda regla.

En realidad, entender los resultados de un análisis así, con esa precisión a la que aludía antes, es francamente difícil. En último término, no solo dependen del dircom y de la estrategia de comunicación que aplique (y que pueda aplicar porque tenga las posibilidades y los recursos para hacerlo), sino de imprevistos esperables y circunstancias inesperadas.

Así es. Se puede preparar en la “pizarra” una estrategia de comunicación imparable y ver cómo se complica, -o directamente fracasa-, por una mala dirección, una mala interpretación, una mala ejecución o simplemente por la intromisión o la descoordinación con otros departamentos y de otros departamentos.

Igualmente, también puede complicarse o fracasar por esos imprevistos externos que, aunque esperables, siempre pueden ir más allá como un contexto que se vuelve inoportuno sin ninguna razón previa.

Lo que refleja todo esto es que la complejidad de cualquier estrategia de comunicación radica en su transversalidad funcional, en el carácter de los protagonistas que deben llevarla a cabo y el campo donde se desarrolla. En este último caso, el universo digital, sí, pero también -y eso se olvida muchísimas veces- en la vida real diaria.

Si el fin último de una estrategia de comunicación es contribuir a lograr los objetivos de negocio, de reputación y de confianza social, de empresas, organizaciones e instituciones, la medición y evaluación deben estar enfocadas a ello con toda la precisión y contextualización no solo posibles, sino necesarias.

Por ejemplo, partiendo del impacto real de todos los contenidos (incluidos los publicitarios) que, difundidos por la empresa, organización o institución, han llegado a las audiencias a través de todos los canales utilizados, medios, redes, plataformas, etc. ¿Es posible medirlos y evaluarlos? Sí, lo es. Naturalmente. Si elegimos los indicadores -KPIs- adecuados para analizar, cuantitativa y cualitativamente, cada una de las acciones de los planes que forman la estrategia general, podremos hacernos una idea bastante exacta de los resultados del impacto global de la comunicación.

Es complejo, porque, como decía antes, hay una serie de variables que, dependiendo de factores emocionales, pueden llegar a distorsionar los análisis. Es fácil de ver: si el liderazgo se apoya sobre la competencia profesional -de arriba a abajo en la empresa, la organización o la institución- será fácil llegar a conclusiones más o menos exactas sobre el valor del impacto de la comunicación. Si el liderazgo da prioridad a otras razones más subjetivas -políticas, personales, etc.- sobre las profesionales, el análisis será de peor calidad.

Dos apuntes: el primero, la actitud emocional es clave en la competencia profesional. No se es realmente competente si una actitud proactiva, colaborativa e integradora. El segundo: hay que tratar siempre de medir y evaluar hasta el intangible más complejo con el ángulo más amplio posible.

 

Francisco J. Bocero WEB Francisco Bocero

Gerente de Dircom Andalucía

@PacoBocero

 

Artículo incluido en la revista de noviembre de Agenda de la Empresa