Las señales que ha dado la economía española en 2019 son de desaceleración. El PIB está creciendo al 2% interanual, lo que supone la tasa de crecimiento más baja desde 2015, aunque siga siendo la más alta de las grandes economías de la Unión.

Un crecimiento que se debe más al impulso del gasto público y, aún, de las exportaciones, que al del consumo privado y la inversión, lo que genera no pocas incertidumbres, pues el límite del gasto público es la carga impositiva y el de las exportaciones la competitividad exterior. Una desaceleración que se empieza a notar en todos los indicadores: el empleo crece a un ritmo muy inferior al del año 2018, las ventas de turismos se han estancado y cae el consumo de energía eléctrica o la producción industrial.

Las causas de esta desaceleración son conocidas y se venían anunciando. El modelo de crecimiento de salida de la crisis ha sido un modelo basado en la demanda externa y la competitividad exterior, en un contexto de política monetaria muy expansiva, con tipos de interés cercanos al cero, y una política fiscal también expansiva, con déficits públicos del 3%. Puesto que parte de la burbuja de crecimiento de la economía española se había debido a un crecimiento de las rentas salariales superior al crecimiento de la productividad, financiado desde el exterior, la corrección de estos desequilibrios solo podía producirse mediante la dieta de devaluación salarial a la que se ha sometido la economía española. Esta dieta, más dura que la de nuestros competidores, ha dado como resultado un modelo de crecimiento basado en el turismo y las exportaciones, por un lado, y el consumo y la inversión, por otro. Los dos primeros por la mejoría relativa de competitividad frente al exterior y los dos segundos por las políticas monetarias y fiscal expansivas.

Pero estas bases están llegando a su fin. En primer lugar, porque las principales economías de las que depende la economía española para sus exportaciones (coches, bienes de equipo, etc.) y servicios (turismo), como para su financiación, se están enfriando: Alemania está al borde de la recesión; Francia está en crónica situación de estancamiento y el Reino Unido e Italia están sumidas en profundas incertidumbres. En segundo lugar, porque los competidores de nuestros principales productos, empezando por el turismo, están volviendo a ser competitivos: Grecia, Egipto, Croacia, etc. vuelven a competir en los mercados turísticos. Y, finalmente, y en tercer lugar, porque el margen de las políticas expansivas se estrecha con el tiempo, pues no es posible mantener una política monetaria de tipos de interés cero durante tiempo indefinido sin poner en peligro el sistema financiero, como no es posible una política fiscal de déficits públicos estructurales de casi el 3% del PIB, con deudas públicas cercanas al 100% del PIB, sin poner en peligro el futuro de la misma economía.

La economía española se está desacelerando o, lo que es lo mismo, el crecimiento de la economía española puede ser cercano al cero en los próximos trimestres, lo que traerá una disminución de la creación de empleo y una contracción de las expectativas sobre el futuro de nuestra economía. Esto supondrá que empecemos a hablar nuevamente de crisis. Una crisis que, esta vez, no se puede edulcorar con más gasto público, ni se va a resolver con más expansión monetaria. Entre otras cosas porque, de fondo, se observan señales más preocupantes como el estancamiento poblacional y el envejecimiento de la población. Señales a las que hay que sumar la ausencia de una clara política económica para abordarla, pues si la ausencia de Gobierno es un problema, no es peor situación que un gobierno sin idea de cómo abordarla.

 

Gabriel M. Pérez Alcalá Gabriel WEB

Profesor de Política Económica

Universidad Loyola

 

Artículo incluido en el anuario de la revista de enero de Agenda de la Empresa