España no lleva bien las crisis. Por una parte, seguimos desde hace años un patrón de comportamiento que amplifica en nuestra economía el impacto de las crisis globales. Cuando hay crisis, las sufrimos con más fuerza, aunque vivimos también con más intensidad los períodos de expansión. Hemos comentado otras veces que uno de los canales que refuerza ese patrón es el mercado laboral español, su dualismo y su excesiva precariedad.

Por otra parte, España vive internamente las crisis con dramatismo, con cierta tendencia al rasgamiento de vestiduras. Peor ahora que los sesgos particulares no se detienen ante la tergiversación de los argumentos o las mentiras. Con frecuencia nos despeñamos por el barranco de la autoestima colectiva y acabamos las crisis pensando en que en pocos países van tal mal las cosas o que en pocos se hacen peor que en el nuestro. Si nos critican desde fuera, nosotros doblamos la apuesta, la vemos y la subimos.

No es propósito de este artículo restar gravedad a la crisis que vivimos ni a sus profundos impactos en nuestra sociedad. Pero no viene mal recordar dónde estamos y que debemos esperar de nosotros. No es una cuestión fútil porque es importante saber dónde estamos para entender lo qué nos pasa y cómo resolverlo. Nuestra crisis palidece con los efectos del coronavirus en otras regiones del mundo. Estamos leyendo estos días, por ejemplo, cómo se ensaña la naturaleza con los países centroamericanos que sufren el paso del huracán Eta y el huracán Iota con muy poca diferencia de tiempo. Llueve sobre mojado, aplicando este refrán cruel al caso centroamericano. Imaginen los recursos que los gobiernos y sociedad de la región tienen para enfrentarse al confinamiento o al parón económico global derivadas de la pandemia. Arcas y despensas vacías en gobiernos y muchos hogares abocan a una parte de la población a la pobreza, en una región que sin pandemia ni huracanes ya se enfrenta a grandes desafíos.

Eso no aminora las dificultades que vive la ciudadanía de los países desarrollados o ricos en esta crisis, pero nos debe ayudar a poner en perspectiva nuestras circunstancias y, sobre todo, a darnos confianza en nuestras posibilidades de salir de ella. También, por cierto, a prepararnos para ayudar a los que tienen pocas posibilidades de enfrentar la crisis o acceder a las vacunas.

Uno de los debates más relevantes socialmente en el ámbito de la economía es el de la medición. Nos preguntamos cada vez más y mejor si medimos bien las cosas. No es un debate reciente porque hace años que discutimos, por ejemplo, si el PIB es una buena medida del bienestar, si su crecimiento nos basta para afirmar que la economía mejora. Ya hemos acordado que, aunque es un indicador eficiente, no es suficiente para medir el estado de las cosas.

Desde 1990 el Programa de Naciones Unidas para el desarrollo (PNUD) publica los datos sobre el Índice de Desarrollo Humano, ya muy conocido y ampliamente utilizado. Es un índice compuesto a partir de tres dimensiones (ingreso, salud y educación). España ocupa el puesto 25 de 189 países en el último ranking de ese índice (del informe 2019) que ya saben que encabezan Noruega, Suiza, Irlanda, Alemania y Hong Kong. Es un ranking que mejora la posición global de España porque los indicadores de salud y educación nos hacen avanzar 8 puestos sobre el ranking por ingresos que hace el PNUD.

Pero desde los años 90 se han producido avances significativos en la medición del bienestar de los países generando una prolífica construcción de índices compuestos que miden todas las dimensiones específicas del desarrollo y el bienestar, desde la felicidad o la competitividad. En el índice de felicidad del World Hapiness Report, España ocupa el puesto 28 de 152 países. En el índice de competitividad, el Doing Business del World Economic Forum, España ocupa el puesto 30 de una lista de 190 países con datos.

Hay más índices que confirman nuestra situación entre los 30 países más ricos o afortunados o capaces del mundo. Eso nos debería ayudar a poner la crisis en perspectiva y también a responder adecuadamente a sus desafíos. Hay un cacareo excesivo en todos los ámbitos de la discusión nacional que es impropio de un país maduro o de una potencia media como la que sugieren los índices.

El análisis de los indicadores ha llegado, por supuesto, más lejos. En esa misma línea, partiendo del famoso Informe Stiglitz-Sen-Fitoussi, los países europeos han construido un conjunto de indicadores de calidad de vida que recoge datos sobre condiciones materiales de vida, trabajo, salud, educación, ocio y relaciones sociales, seguridad física y personal, gobernanza y derechos básicos, entorno y medioambiente y experiencia general de la vida. Son decenas de indicadores con los que es difícil construir un índice compuesto de calidad de vida. Pero es una visión multidimensional del bienestar muy detallada y que facilita el ejercicio de compararnos y de situarnos en el entorno europeo. No se pierdan su sección en el INE si son amigos de las cifras y las mediciones.

Los indicadores de calidad de vida se suman a otra innovación estadística muy importante de la última década en Europa que es la medida de la población en riesgo de pobreza o exclusión social.  Eurostat, e INE, la miden en función de la renta disponible, la privación material y el acceso de los hogares al empleo. En ese ranking, España ocupa una impropia séptima posición entre los peores datos de la UE, con un 25% de su población en riesgo de pobreza o exclusión en el año 2019. A lo que habrá que sumar todavía el impacto del COVID-19.

Esta es otra contribución de los índices para ponernos en perspectiva, la necesidad de no dejar a nadie atrás, de enfocar nuestros recursos e instrumentos hacia los que más lo necesitan, a los sectores económicos de la población y la economía más afectados por la crisis. Una potencia media global como España debería poder hacerlo.

 

Pedro CaldenteyWEB Pedro Caldentey

Director del Departamento de Economía

Universidad Loyola Andalucía

@PedroCaldentey

 

Artículo incluido en la edición de diciembre de Agenda de la Empresa