Enrique Yeves Valero 
Director del Instituto de Estudios de Naciones Unidas
Coordinador Oficial en España de los eventos conmemorativos del 75 aniversario de la ONU
No cabe duda de que la fundación de las Naciones Unidas hace ahora 75 años por los vencedores de la II Guerra Mundial constituye un hito en la historia de la humanidad y de las relaciones internacionales, y es con sumo agrado por lo que me sumo a esta iniciativa de Agenda de la Empresa con este número especial para conmemorar dicho aniversario, un esfuerzo editorial que vale la pena resaltar con el grupo editorial cuyo presidente es director del Observatorio Empresarial para la Consecución de la Agenda 2030 (OECA).
Tras dos guerras mundiales en la primera mitad del siglo XX que habían devastado gran parte del planeta, se articuló un sistema para “preservar la paz”, lo que en realidad no se ha logrado, pero a fuerza de ser justos lo cierto es que sí se ha evitado un desastre de proporciones gigantescas como los vividos en las dos grandes contiendas. Las Naciones Unidas nacieron oficialmente el 24 de octubre de 1945, después de que la mayoría de los 51 Estados Miembros signatarios del documento fundacional de la organización, la Carta de la ONU, la ratificaran. En la actualidad, 193 Estados son miembros de las Naciones Unidas, que están representados en el órgano deliberante, la Asamblea General. Cada uno de los 193 Estados Miembros de las Naciones Unidas es un miembro de la Asamblea General.
El objetivo principal de la ONU en su nacimiento fue, como hemos señalado, el “mantenimiento de la paz”, y de la breve euforia inicial de los primeros años se pasó pronto a la Guerra Fría entre la hoy extinta URSS y los Estados Unidos que marcaron las décadas siguientes. Para no caer en los mismos errores de su antecesora, las Sociedad de Naciones, se privilegió a las cinco grandes potencias con la capacidad de veto en el Consejo de Seguridad, el órgano más poderoso y polémico de la carta fundacional que, desde entonces, ha permanecido inalterable a pesar de una geopolítica actual bien diferente. La cada vez más evidente inoperatividad y falta de representatividad del Consejo de Seguridad han repercutido en una imagen negativa de la ONU, precisamente el órgano encargado de mantener la paz, el objetivo principal de su fundación. En su compleja y delicada reforma se juega la ONU su futuro en el siglo XXI.
Una de sus limitaciones es que ha actuado con una tardanza descomunal ante graves conflictos. Por ejemplo, tardó ocho años en intervenir en la guerra entre Irán e Iraq en 1980, y solo lo hizo cuando ya había alrededor de un millón de víctimas, y entre uno y dos millones de personas desplazadas. Incluso terminada la Guerra Fría y con un ambiente más amigable entre los 5MP, algunos retrasos fueron inaceptables. Las guerras de Sudán (1996) y de Afganistán (1999) tuvieron que prolongarse veinte años y dejar los países prácticamente arrasados para que el Consejo interviniera.
Por otra parte, la descolonización de los años 60 y 70 convirtió a la Asamblea General en un contrapoder del Consejo de Seguridad con la llegada y nacimiento de numerosos países (de los 51 firmantes originales se ha pasado a los 193 actuales) del entonces denominado Tercer Mundo que, a través de su alianza en el movimiento de los No Alineados, consiguieron impulsar una agenda progresista en el seno de la organización. Esa dicotomía entre un Consejo de Seguridad dominado por los cinco países vencedores de la guerra con poder de veto y una Asamblea General más democrática que aplica el principio de un país un voto siguen marcando una compleja y, en ocasiones, contradictoria dinámica del mundo diplomático.
Con el pasar de los años, este único y peculiar sistema de gobernanza mundial que es Naciones Unidas, con sus defectos y virtudes, ha recibido el encargo de afrontar otros grandes retos globales, desde preservar los derechos humanos a combatir el hambre y la pobreza, el cambio climático, cuidar de los refugiados y solucionar cuestiones como la migración o el deterioro del medio ambiente que cristalizaron en 2015 con la ambiciosa Agenda 2030 de los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS). Para todo ello, cuenta con el trabajo especializado de las grandes agencias como la FAO (el hambre), la OMS (sanidad), la UNESCO (cultura) o la OIT, por citar solo algunas de la veintena de sopa de letras que constituyen el cosmos del sistema de la ONU, al que hay que añadir la gran labor de los fondos y programas en primera línea del frente humanitario, como ACNUR (refugiados), UNWRA (palestinos) o el Programa Mundial de Alimentos (alimentos en casos de emergencia) que acaba de ser reconocido con el Premio Nobel de la Paz.
La necesidad de toda esta arquitectura global para hacer frente de forma colectiva a los grandes retos del planeta se ha puesto de relieve precisamente en el peor momento posible, cuando plagas como el COVID-19 nos recuerdan lo ficticio de las líneas abstractas que denominamos fronteras y la importancia de la colaboración internacional para resolver los grandes retos que afronta el planeta en su conjunto.
A sus objetivos iniciales de salvaguardar la paz, proteger los derechos humanos, establecer el marco de la justicia internacional y promover el progreso económico y social, en los 75 años transcurridos desde su creación, las Naciones Unidas han añadido nuevos retos como el cambio climático, los refugiados o el COVID-19.
Si bien la resolución de los conflictos y el mantenimiento de la paz siguen siendo uno de sus esfuerzos más visibles, la ONU, junto con sus organismos especializados, también participan en una amplia gama de actividades para mejorar la vida de las personas en todo el mundo, como el socorro en casos de desastres, la educación, el adelanto de la mujer y el uso pacífico de la energía atómica entre otros. En estos años, lo que la ONU ha aprendido es que el esfuerzo para afrontar los grandes retos debe ser inclusivo y no solo contar con el esfuerzo de los gobiernos. Es fundamental la participación de todos los actores principales, la sociedad civil, los entes locales, los jóvenes y, por supuesto, la empresa privada. Se ha realizado desde la ONU un gran esfuerzo para incluir el trabajo de la empresa privada a través del denominado “Pacto Mundial”, una iniciativa voluntaria, en la cual las empresas se comprometen a alinear sus estrategias y operaciones con diez principios universalmente aceptados en cuatro áreas temáticas: derechos humanos, estándares laborales, medio ambiente y anticorrupción. Varios miles de empresas en todo el mundo se han adherido a esta iniciativa rindiendo cuentas del progreso en dichos campos.
Hora de reformas
El tema fundamental radica en cómo reformar y modernizar una organización que nació hace 75 años y a la que se le han encargado un número de mandatos nada despreciable a lo largo de este periodo. La respuesta a estas preguntas debe basarse en una visión realista de la naturaleza y de los logros del sistema de las Naciones Unidas. A las personas críticas que opinan que la ONU es inútil hay que recordarles que la organización ha obtenido grandes logros. Basta mencionar su actuación a favor de la ampliación del derecho internacional, de la deslegitimación de la guerra entre estados, de unas mejores relaciones interestatales mediante la diplomacia multilateral y sus logros en materia de derechos de los más pobres y Derechos Humanos en general (en su sentido más amplio: la promoción de los derechos de los niños, de las mujeres, de las minorías de los indígenas y de los refugiados). Es evidente que esta organización no puede ser responsable de la indecisión de sus Estados Miembros, ni de su falta de voluntad política y de sus errores.
Recordemos también que la ONU no es un actor independiente o autónomo en relaciones internacionales como los estados: la supranacionalidad que se otorga a sí misma, o que se le otorga, es en realidad solo teórica. Las Naciones Unidas no son un gobierno mundial, sino un sistema de cooperación entre estados. Es una organización intergubernamental cuyo poder de decisión está en manos de los Estados Miembros y, sobre todo, en manos de los más poderosos. Por consiguiente, la ONU no tiene recursos financieros propios, sino un presupuesto formado por las contribuciones de sus miembros, y el cabeza de la organización, el secretario general, lo nomina el Consejo de Seguridad y luego lo nombra la Asamblea General. Lo que es peor, la ONU es utilizada como “cabeza de turco” por los propios países, en especial las grandes potencias, que la conforman al prohibirle actuar en cuestiones que les conciernen de cerca y que amenazan a la seguridad internacional.
Es necesario distinguir entre la naturaleza de esta organización y sus funciones. Las funciones de la organización a veces la hacen parecer algo más que la simple suma de sus componentes nacionales y desempeñar un papel ‘semi autónomo’. Esto depende del área en la que actúe y de los intereses que amenace. Los estados le añaden funciones de vez en cuando: un instrumento de política exterior, un foro de negociación, un chivo expiatorio, un órgano de legitimación. Pero, en cualquier caso, la organización tiene una independencia relativa y limitada por la soberanía de los estados y por los intereses nacionales. Las decisiones, actuaciones o inercia de la organización son el resultado de las luchas de poder y los conflictos de intereses que tienen lugar en el sistema internacional y que se reproducen en el seno de esta organización. Esto explica en parte la lentitud del proceso de reforma, que debe tener en cuenta la opinión, intereses y propuestas de todos los Estados Miembros y de los grupos regionales. Lo cierto es que los estados todavía no están preparados para tolerar la existencia de un verdadero actor supranacional que limitara de modo más abierto y eficaz su poder y libertad de decisión. Una dinámica de cambios no implica necesariamente un proceso revolucionario, sino que puede darse un proceso de evolución y adaptación. Por consiguiente, ante la cuestión de la adaptación de la ONU a su entorno, los miembros han mostrado claramente una voluntad de racionalizar la organización, de renovarla sin cambiar sus fundamentos. Por tanto, sin ser capaces de llegar a un consenso real sobre el futuro de la ONU y sobre cómo entender el papel de una organización internacional.
Mirando hacia adelante, tras el tsunami provocado por la pandemia de la COVID-19 en todo el planeta durante el último año, lo que es evidente es que la recuperación global está en marcha, y a un ritmo mayor de lo que se preveía a finales del año pasado, pero la economía sigue pisando un terreno más que pantanoso. El mundo crecerá este año un 4,7%, seis décimas más de lo que la Conferencia de las Naciones Unidas para el Desarrollo (UNCTAD) pronosticaba hace solo seis meses, en gran medida gracias al flamante plan de estímulo estadounidense y a unas vacunas desarrolladas en tiempo récord. Pero el camino sigue repleto de obstáculos: cuando termine 2021, el primer año de un rebote que -como la crisis- está siendo desigual desde el minuto cero, la economía mundial seguirá estando más de cinco puntos porcentuales por debajo de donde estaría sin pandemia; la cooperación multilateral sigue siendo “débil”; y el riesgo de repetir los “errores” cometidos en 2009, cuando la cura de austeridad impuso su ley, sigue demasiado presente. En este panorama global, la necesidad de un organismo global como las Naciones Unidas parece que ya no deja ninguna duda. El mayor reto ahora es conseguir dotarla de los medios para poder afrontar esos grandes retos que los propios países le han pedido asumir. Ahí es nada. Feliz cumpleaños, Naciones Unidas.