Cuando los países vencedores de la II Guerra Mundial se reunieron y decidieron establecer un nuevo orden mundial para “preservar la paz”, nuestro planeta había sufrido ya dos grandes guerras mundiales en la primera mitad del siglo XX que casi lo devastaron.

Hace 75 años, el 24 de octubre de 1945, crearon una nueva organización, las Naciones Unidas, con la esperanza de evitar conflictos y un foro donde dirimir las diferencias de forma diplomática

Mucho ha llovido desde entonces. Se pasó de la euforia inicial a la Guerra Fría, a la descolonización -de los 51 países firmantes en su origen a los 193 actuales-, al derrumbe soviético, a la ambiciosa Agenda 2030 de los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) o la actual crisis del multilateralismo en el peor momento posible, es decir, cuando plagas como la COVID-19 nos recuerdan lo ficticio de las líneas abstractas que denominamos fronteras y la importancia de la colaboración internacional para resolver los grandes retos que afronta el planeta en su conjunto.

Con el pasar de los años, este único sistema de gobernanza mundial, con sus defectos y virtudes, ha recibido el encargo de afrontar otros grandes retos, desde preservar los derechos humanos a combatir el hambre y la pobreza, el cambio climático, cuidar de los refugiados y solucionar cuestiones como la migración o el deterioro del medioambiente.

La organización ha crecido en miem¬bros (prácticamente todos los países del mundo: unos 193) y en responsabilidades. Ha visto multiplicarse mandatos bajo una sopa de letras que abarca el complejo sistema de las Naciones Unidas y sus organismos: Consejo de Seguridad, Asamblea General, ECOSOC, agencias como FAO, UNICEF, OMS o UNESCO, y todo tipo de programas y fondos que podamos imaginar para lidiar con cuestiones tan variadas como el aumento de la población, el tema de género, los refugiados, el SIDA, las ciudades, los indígenas, la migración, el turismo o el sistema postal internacional, entre muchos otros.

Por eso, el primer punto que hay que esclarecer cuando hablamos de la ONU es de qué ONU estamos hablando, ya que el sistema de la Naciones Unidas está constituido por un amplio entramado de organismos, fondos, programas y agencias especializadas que bajo ese paraguas actúan en frentes muy dispares. Cuando decimos Naciones Unidas nos referimos ¿a la Asamblea General?, ¿al Consejo de Seguridad?, ¿a las agencias especializadas como la FAO o la UNESCO?, ¿a las ayudas a los refugiados o de la intervención humanitaria?

Preservar la paz

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Emblema de las Naciones Unidas sobre el podio que preside la sala de la Asamblea General ONU/Cia Pak

Como hemos señalado, el objetivo principal de su creación fue la preservación de la paz, el ADN de la organización. El mundo vivía tiempos convulsos durante la primera mitad del siglo XX, con un gran número de conflictos que desembocaron en la Primera Guerra Mundial (1914-1918), provocando el desmoronamiento de los imperios y la creación de numerosos Estados nuevos, y activando los primeros atisbos de fascismo. Frente a estas circunstancias, los países vencedores de la Primera Guerra Mundial (Francia, el Imperio Británico, Italia y Japón) decidieron crear un sistema capaz de evitar nuevas guerras en el futuro y, sobre todo, que prevaleciera el equilibrio de poderes de los vencedores: la Sociedad de Naciones. Pero la nueva organización no fue capaz de evitar importantes conflictos bélicos como la invasión de Japón en Manchuria (1931), la anexión de Etiopía a Italia (1935), o la de Austria a Alemania durante el gobierno de Adolf Hitler.

El sistema tenía muchas debilidades. Para empezar, nunca fue una organización de todo el mundo, sino solo de una parte. Quedaba fuera casi la mitad del planeta, que vivía en situación de dependencia colonial, así como los vastos territorios rusos, transformados posteriormente en la Unión Soviética. Por otro lado, Japón no tenía una participación real, y a la Alemania vencida en la Primera Guerra Mundial no se le permitió incorporarse hasta 1926. En su fracaso también fue crucial la ausencia de los Estados Unidos, el país que más impulsó la creación de un sistema de seguridad internacional pero que, paradójicamente, nunca tuvo una participación efectiva. En definitiva, la Sociedad de Naciones no cambió la forma de hacer política. Carecía de autoridad para impedir agresiones entre estados y finalmente dejó de tener sentido cuando estalló la Segunda Guerra Mundial en 1939.

Al igual que la Sociedad de Naciones fue impulsada a raíz de la I Guerra Mundial, la II Guerra Mundial (1939-1945) dio paso a un nuevo orden internacional, consagrado con el nacimiento de la ONU el 24 de octubre de 1945. Del fracaso de la Sociedad de Naciones, los miembros fundadores extrajeron una importante lección: el sistema correría la misma suerte si las grandes potencias no formaban parte de él. Este nuevo órgano supranacional tenía que incluir a las dos grandes potencias del momento, la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) y los Estados Unidos. Para asegurar su participación, los fundadores garantizaban la máxima protección de su soberanía nacional. Solo con ciertos privilegios, como el derecho a veto en el Consejo de Seguridad, las grandes potencias formarían parte de este nuevo orden. Este asunto, que hoy despierta muchas críticas, fue clave para dar inicio a la ONU. Sin esta capacidad, los países vencedores nunca hubieran apostado por la creación de un sistema global.

La filosofía de la ONU se refleja y está regulada por la Carta de las Naciones Unidas, que sentó la base legal y jurídica de la organización. La Carta determina los derechos y obligaciones de los Estados Miembros, y establece los órganos y procedimientos de trabajo. A lo largo de sus 19 capítulos y 111 artículos se detallan los propósitos y principios a los que se comprometen los firmantes de la Carta, es decir, a resolver los problemas por medios pacíficos, cumplir con los acuerdos internacionales y colaborar con las Naciones Unidas. Queda preservada la soberanía de los países, y se aclara que la ONU no puede intervenir en asuntos internos de los estados. Cabe destacar el explosivo Capítulo VII, el más polémico de todos, que decide cuándo utilizar la fuerza militar en caso de amenaza a la paz, a través del Consejo de Seguridad, el poder más importante del que goza la ONU.

Un Consejo de Seguridad obsoleto y desfasado 

El Consejo de Seguridad es, sin duda, el órgano que más ha condicionado la política internacional en los últimos 75 años y el único que tiene el poder de autorizar acciones militares. Con sus aciertos y errores, con vetos, discusiones y críticas, la realidad es que en el Consejo de la ONU siempre se han sentado a dialogar los cinco países más poderosos del mundo, y este hecho ya puede considerarse como uno de sus grandes éxitos. Igualmente cierto es que aglutina la gran mayoría de las críticas dirigidas a la ONU y que el simple hecho de hablar de reformarlo ya despierta enfurecidos debates.

Consejo de seguridad United_Nations_Security_CouncilEl Consejo se creó en 1945 al fundarse la ONU, con el objetivo de reconstruir la paz y prevenir nuevos conflictos. Entre los instrumentos que contempla para mantener la paz está la fuerza militar, y este poder es el que tanto preocupa a los países. Todos quieren poder tener voz y voto a la hora de poner en marcha acciones militares y tener el poder de vetarlas. Sin embargo, solo los cinco grandes privilegiados cuentan con una silla permanente en el Consejo y con el codiciado derecho a veto: China, Estados Unidos, Francia, Reino Unido y Rusia (en adelante los 5MP, miembros permanentes). Aunque se toman otras muchas decisiones, lo más importante es que estos cinco países pueden decidir cuándo se interviene militarmente en un conflicto.

El diseño de 1945 perseguía mantener el peso político y militar de las grandes potencias en el recién estrenado nuevo sistema internacional. En 1965 se tomó la primera acción para mejorar la representatividad y acordaron añadir otros cuatro miembros no permanentes. Desde entonces, el Consejo cuenta con 15 miembros: los cinco permanentes y 10 miembros no permanentes, que van cambiando cada dos años. Aunque han cedido parte de su poder al aceptar la participación de un mayor número de países, los cinco grandes han frustrado cualquier intento de quitarles su mayor poder, el derecho a veto.

Los fundadores de la ONU confiaron en el privilegiado derecho a veto para asegurar la necesaria cooperación entre las cinco grandes potencias después de la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, es curioso comprobar cómo en la Carta de la ONU no aparece en ningún momento la palabra “veto”. Únicamente se afirma que las decisiones del Consejo de Seguridad sobre “cuestiones de procedimiento” pueden tomarse mediante el voto afirmativo de, en líneas generales, el 60% de sus miembros (es decir, siete de los 11 en las primeras décadas, y nueve de los 15 después). Se añade que “las decisiones del Consejo de Seguridad sobre todas las demás cuestiones serán tomadas por el voto afirmativo de todos los miembros permanentes”.

Aquí reside, expresado de forma bastante opaca, el derecho a veto. Las resoluciones del Consejo, que son vinculantes, no prosperarán si uno de los cinco miembros permanentes califica el asunto como algo más que una cuestión de procedimiento y vota en contra.

Es fácil comprender que el veto tenía sentido en 1945, dado el clima de desconfianza mutua de después de dos grandes guerras, y debido al equilibrio de poderes de entonces. Incluso podemos llegar a pensar que la fundación de la ONU nunca se hubiera dado si estos cinco países no hubieran contado con este privilegio. Sin embargo, en el siglo XXI es difícil aceptar que la organización se sustente sobre unos Estados más privilegiados que otros y, además, concentran el poder en Occidente.

A lo largo de los primeros 25 años de historia de la ONU, y por asombroso que resulte, Estados Unidos no encontró ninguna razón para aplicar el veto. Esto indica que las decisiones diarias de la agenda de la ONU solían ser favorables para los estadounidenses. Durante la Guerra Fría, la URSS fue quien más vetos presentó (114). Las cifras de los vetos rusos y estadounidense se invirtieron: por ejemplo, entre 1985 y 1990 no hubo ningún veto soviético y sí 27 estadounidenses.

Los conflictos y las crisis durante la Guerra Fría debilitaron el Consejo y limitaron su actividad. Muchos de los conflictos armados que se dieron durante la Guerra Fría quedaron totalmente desatendidos por el Consejo de Seguridad. No hubo intervenciones en Afganistán, Mozambique, Burma/Myanmar, Sudán, Uganda, ni la Guerra de Vietnam. Esta tendencia no ha cambiado demasiado recientemente: aunque la actividad del Consejo ha aumentado, tampoco ha prestado atención a los conflictos desencadenados en Argelia, Chechenia, Mindanao, Sri Lanka, ni al conflicto kurdo en Turquía.

Otra de sus limitaciones es que ha actuado con una tardanza descomunal ante graves conflictos. Por ejemplo, tardó ocho años en intervenir en la guerra entre Irán e Iraq en 1980, y solo lo hizo cuando ya había alrededor de un millón de víctimas, y entre uno y dos millones de personas desplazadas. Incluso terminada la Guerra Fría, y con un ambiente más amigable entre los cinco miembros permanentes, algunos retrasos fueron inaceptables. Las guerras de Sudán (1996) y de Afganistán (1999) tuvieron que prolongarse 20 años y dejar los países prácticamente arrasados para que el Consejo interviniera.

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Retrato informal del Sr. Dag Hammarskjöld

Conviene aquí recordar las palabras del segundo secretario general de la organización, Dag Hammarskjöld, de que la ONU “no fue creada para llevar a la humanidad al cielo, sino salvarla del infierno”.

Por otra parte, las Operaciones de Mantenimiento de la Paz, la actuación más visible del Consejo, que no estaban previstas en la Carta de la ONU, nacieron en 1956 como nuevo mecanismo de intervención de la ONU para la paz. La primera operación oficial se estableció para resolver el conflicto entre Egipto e Israel en el Canal de Suez. Desde entonces, ha habido más de 70 operaciones, y actualmente unas 100.000 personas participan en las 13 activas, la mayoría en África y Cercano Oriente.

A lo largo de la historia, ha habido algunas muy notables. Una de ellas es la desarrollada en la guerra entre Iraq e Irán. El Consejo impuso un alto el fuego en 1987 y estableció una Operación de Paz. Pero la Guerra del Golfo fue un importante punto de inflexión. Estamos ante la primera actuación contundente del Consejo: Iraq invadió Kuwait en 1990, y el Consejo impuso un embargo comercial sobre Bagdad, autorizó el uso de la fuerza, liderado por Estados Unidos, y obligó el desarme para liberar Kuwait. Fue una campaña militar considerada exitosa, que llenó de optimismo y euforia a la comunidad internacional. Se empezaba a creer en un nuevo orden mundial, con un Consejo de Seguridad capacitado para enfrentar los conflictos internacionales.

El apogeo de las Operaciones de Paz tuvo lugar durante 2009-2010, con más de 100.000 Cascos Azules desplegados en todo el mundo. Pero todo este entramado se derrumbó cuando las tres grandes operaciones de mantenimiento de paz en marcha fracasaron estrepitosamente a la vez: Somalia, Ruanda y Bosnia, un conjunto de desastres conocido como “el triple desastre de las operaciones de mantenimiento de paz” (“triple peacekeeping disasters”).

La mayoría de los miembros del Consejo de Seguridad entraron en el siglo XXI con mucha cautela. El entonces secretario general de la ONU, Kofi Annan, intentó impulsar los grandes retos mundiales. Tuvo gran respaldo ante su llamada de atención sobre África y los temas globales, y con el lanzamiento de los Objetivos del Milenio (ODM) en la Cumbre del año 2000 (que serían ampliados en el 2015 con los ambiciosos Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) de la Agenda 2030). En este contexto, el Consejo de Seguridad no era sino uno más de los actores, sin duda un actor vital, pero uno más.

Este papel secundario duró poco tiempo. Todo cambió cuando se produjeron los ataques del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York. El atentado restauró, temporalmente, el consenso y la unidad en el Consejo de Seguridad. Todos sus miembros reconocieron el derecho estadounidense a la defensa propia, y aprobaron intervenir en Afganistán. Sin embargo, la unidad se evaporó tras la intervención en Iraq (2003), que formaba parte del programa de “Guerra contra el terrorismo” (“War on Terror”) del presidente estadounidense George Bush, que dejó bien claro que Estados Unidos usaría su derecho de autodefensa para intervenir militarmente en Iraq y declaró que Estados Unidos actuaría unilateralmente contra cualquier posible ataque, sin tener en cuenta la resolución del Consejo, a pesar de que no había vinculación alguna de Bagdad con los atentados del 11-S.

Esta acción desestabilizó una zona ya de por sí frágil. El incendio provocado en todo Oriente Medio ha llevado a distintos enviados de la ONU (tres en Yemen, cuatro en Siria y seis en Libia, un total de 16) para intentar, sin ningún éxito, apagar el fuego y resolver los distintos conflictos en los países de la zona.

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Kofi Annan

Una reforma imposible

Desenredar el nudo gordiano de la reforma del Consejo de Seguridad es cada vez más apremiante: en ello se juega la ONU gran parte de su credibilidad. Sin embargo, hasta ahora todas las tentativas han fracasado. Se ha intentado en distintas ocasiones, la primera fue en 1965 y tuvo como resultado la ampliación de su número de miembros. Todas las propuestas de cambio giran en torno a la eliminación del derecho a veto, algo que rechazan de manera sistemática los países que gozan de él; y a aumentar el número de miembros que podrían tener el veto o, al menos, participar como no permanentes.

Lo que está claro es que no hay una representación geográfica equilibrada entre los países poderosos. Cada vez que se habla de integrar a un representante de América Latina, África o Asia, el problema es qué país elegir, y los “anticuerpos geográficos” que se generan en cada uno: en América Latina, el lógico aspirante sería Brasil, pero las otras potencias de la zona -Argentina y México- se oponen. En Asia ocurre lo mismo: cuando se habla de integrar a Japón, inmediatamente China y la India se manifiestan en contra. En África es todavía más complicado: se hablaba de Egipto y Sudáfrica, e inmediatamente reaccionan los demás, con Nigeria a la cabeza. En Europa, países como Italia o España bloquean denodadamente la entrada de Alemania: ninguno quiere quedarse fuera de la “Champions League” de la diplomacia internacional.

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Miguel d´Escoto, excanciller nicaragüense

El último intento serio de reforma del Consejo tuvo lugar hace una década (2009) cuando el entonces presidente de la Asamblea General de la ONU, el excanciller nicaragüense Miguel d´Escoto, intentó infructuosamente unas negociaciones que se vieron sepultadas por el estallido de la crisis financiera mundial.

Estas eran las reflexiones del diplomático español Inocencio Arias tras representar a España ante el Consejo de Seguridad en la era Aznar: “Que a los 60 años de la creación de las Naciones Unidas muchos de los estados importantes que la integran sigan permitiendo que haya una aristocracia de cinco países que por haber ganado una guerra (¿todos?) la friolera de tres generaciones atrás tenga infinito más poder que ellos es algo de difícil comprensión”.

El resultado final es que el Consejo de Seguridad sigue prácticamente inalterable desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. Los pasos para reformarlo están congelados, y la institución carga importantes problemas de imagen y credibilidad que ensombrecen la imagen de toda la Organización de las Naciones Unidas. Lo más grave es que la institución que goza de peor reputación sea precisamente aquella que se encarga de materializar la verdadera razón de ser de la ONU, que es preservar la paz.

Fondos, Programas y Agencias Especializadas

Pero la ONU del siglo XXI no es solo la organización encargada de preservar la paz en el mundo. Los países le han encargado afrontar prácticamente todos los grandes retos globales como el cambio climático, la pobreza, el hambre, los derechos humanos o la sanidad colectiva.

Para ello, el sistema de las Naciones Unidas ha creado en estos años numerosas organizaciones afiliadas conocidas como programas, fondos y agencias especializadas. Cada uno de ellos cuenta con su propia membresía, liderazgo y presupuesto y se dedican a ámbitos diferentes del desarrollo internacional. Los programas y fondos se financian a través de contribuciones voluntarias, mientras que las agencias especializadas, que son organizaciones internacionales independientes, lo hacen con cuotas obligatorias y aportaciones voluntarias.

Cabe preguntarse por qué hay tantos organismos, y la respuesta está en la propia historia de la organización. La evolución de la ONU ha estado condicionada por las necesidades de las personas. De manera lógica, en 1945, recién terminada la Segunda Guerra Mundial, el primer problema era el hambre, y por eso se creó la FAO. Un año después nació UNICEF, para dar respuesta a todas las necesidades de los niños y, poco más tarde, se fundaron la UNESCO, para promover la educación y la ciencia, y la OMS, para atender la salud. A grandes rasgos, quedaban abordados los problemas más urgentes para cubrir las necesidades más básicas, propias de una posguerra.

Con el paso de los años, surgieron nuevos retos en el ámbito del desarrollo. Durante la descolonización se creó el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) para que las colonias pudieran obtener su independencia de manera pacífica y ordenada. Cuando posteriormente, en la década de 1970, empieza la concienciación medioambiental, nació el PNUMA, el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente, y después ONU Hábitat, que se dedica a asentamientos humanos. En 1996 se creó el Programa Conjunto de las Naciones Unidas sobre el VIH/Sida (ONUSIDA). ONU Mujeres y la Organización Mundial de las Migraciones acabaron también incorporándose al complejo del Sistema de Naciones Unidas. En definitiva, la ONU siempre se ha adaptado a la situación del momento, y se ha propuesto cubrir cada vez un mayor número de necesidades, siempre con el objetivo de mejorar el bienestar de las personas y de lograr un desarrollo sostenible para todos. La gran ventaja de este conglomerado es que está coordinado y constituye un sistema. Todos responden ante el ECOSOC, que revisa todo el trabajo.

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Cherry blossoms in spring at UN Headquarters, against a backdrop of the UN flag.

Este diseño implica un grave riesgo: la fragmentación del propio sistema, que cada vez cuenta con más organismos dedicados a ámbitos más variados y, además, ubicados en distintos lugares del mundo. La ONU debe hacer frente a esta fragmentación geográfica y temática, que dificulta la coordinación y gobernanza efectivas.

El segundo reto está en la financiación. Es una cuestión de cantidad, pero también de calidad. En la ONU se trabaja con dos tipos de presupuesto: el presupuesto regular (“core budget”), dedicado a pagar a los trabajadores y a poner en marcha el plan estratégico que deciden los países, y las contribuciones adicionales llamadas marcadas (“earmarked”), que no son obligatorias, y suponen el 55% de los fondos. Con ellas, un país pide que se ponga en marcha un programa concreto, como por ejemplo el Programa de Ciudades Seguras en Guatemala. Las contribuciones adicionales son útiles para dar respuesta a casos concretos, pero acentúan la dispersión. De hecho, los países han aumentado mucho las contribuciones marcadas, siguiendo sus propios intereses, mientras que el presupuesto regular se mantiene. Por otro lado, la financiación del sistema de la ONU es problemática porque hereda el concepto de división entre el primer y el tercer mundo. Los países desarrollados aportan el 65% de la ayuda al desarrollo, sin sumar los fondos de la Comisión Europea, el mayor donante del mundo con muchísima diferencia.

El otro gran problema al que se enfrenta la ONU es la competencia que le hacen otras instituciones dedicadas al desarrollo. De los 62.000 millones de dólares que se destinan al desarrollo en todo el mundo, la ONU solo gestiona el 31%. Nos encontramos con que una organización que se creó como la única entidad dedicada a la ayuda al desarrollo hoy en día recibe solo el 31% de los fondos, porque han surgido, y siguen surgiendo, otros organismos internacionales que le hacen sombra.

Fortalezas y reformas necesarias

El nuevo contexto internacional, condicionado por el cumplimiento de la Agenda 2030, obliga a plantear una transformación de las Naciones Unidas. La organización ha ido cambiando a lo largo de sus más de 75 años de historia, y ha pasado por distintos intentos de reforma.

La gran transformación de la ONU tuvo lugar en el año 2006, con Kofi Annan como secretario general. Se creó un grupo de alto nivel sobre la coherencia de la Organización y se puso en marcha el programa llamado “Unidos en la acción” (“Delivering as one”), que determinaba que las Naciones Unidas, cuando están sobre el terreno, tienen que actuar como una sola entidad. Ha sido muy exitoso por transmitir la idea de unidad dentro de cada país y por reducir significativamente los costes. Cada entidad tiene también sus propios mecanismos, sistemas de contratación de trabajo y su metodología particular.

En general, a lo largo de todo este proceso de reforma que ha continuado hasta nuestros días, se ha insistido mucho en identificar cuáles son las fortalezas de la ONU que dan sentido a que la organización se reforme y no simplemente deje de existir. ¿Qué es lo que realmente tiene la ONU que no tienen los demás actores del desarrollo? Es la única organización global realmente con presencia, con oficinas por todo el mundo y con foros donde están representados todos los países. De ahí precisamente deriva su legitimidad. No hay ninguna otra institución que trabaje en la paz y seguridad, la ayuda humanitaria y el desarrollo a nivel mundial y de forma coordinada entre países.

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Photographers’ UN Flag The flag in the Photo Unit Studio at UNHQ. UN Photo/Evan Schneider

Tiene funciones clave en el liderazgo mundial, el desarrollo nacional y la elaboración de políticas, destaca por pensar a largo plazo y no solo dar respuesta ante emergencias, y cuenta con otra gran fortaleza: la provisión de datos. Solo la ONU tiene la capacidad de elaborar datos tan precisos, fiables y completos sobre lo que ocurre en el mundo, el hambre, los refugiados, la sequía o la población, fundamentales para poder diseñar las políticas a nivel nacional y global.

Las reformas que deben hacerse para mejorar el futuro de la organización tienen que orientarse a mejorar la coordinación a nivel global, regional y nacional. Pero también es importantísima la coherencia del sistema, y para ello la financiación previsible y de calidad es fundamental. Mientras tengamos una financiación que solo dura unos años, o que se da solo a ciertos proyectos siguiendo intereses propios, el desarrollo no funcionará. En este sentido, hay trabajo para la ONU, pero también para los países. Necesitamos funcionar como un sistema dedicado a la prevención para poder atajar las causas de la inestabilidad, vulnerabilidad, exclusión y conflicto. Al mismo tiempo, hay que dar más importancia a las alianzas con otras entidades, especialmente con el sector privado, fundaciones, organismos internacionales e instituciones financieras.

Aunque no es perfecto, el sistema de las Naciones Unidas es el mejor medio que tenemos para enfrentarnos a los próximos retos globales. La organización es, ante todo, un gran foro de encuentro donde todas las naciones están representadas. Países tan diferentes como Venezuela, Alemania, Guatemala, Mozambique, los Estados Unidos, Rusia o Japón son capaces de reunirse, dialogar y ponerse de acuerdo sobre distintos asuntos. Ese es el “milagro cotidiano” de las Naciones Unidas, que tiene lugar en Nueva York y se repite en todos los rincones del mundo, en cada uno de sus organismos especializados. El contexto es difícil, pero el trabajo de las Naciones Unidas continúa. Ya sabemos que hay ciertas cosas que necesitan mejorar, pero también somos conscientes de que estamos ante un momento único. La ONU puede lograr tener un impacto global si impulsa la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible y contribuye a un mundo más justo.

Enrique Yeves Valero

Director del Instituto de Estudios de Naciones Unidas y Coordinador Oficial en España de los eventos conmemorativos del 75 aniversario de la ONU