Comentaba en mi artículo anterior que la supresión de filtros oficiales a lo largo de la etapa preuniversitaria – algo que muchos entienden como dejación de funciones por parte de las autoridades académicas- ha sido una de las causas de la invasión indiscriminada de la Universidad, una institución que, en modo alguno, es responsable de la formación de quienes aspiran a ingresar en ella, del ‘material de aluvión’ que, con las debidas excepciones, accede a sus aulas en forma de alumnos abúlicos, faltos de preparación e incapaces -me baso en testimonios directos- no ya de redactar un texto de forma inteligible y bien articulada, sin cometer faltas de ortografía o de sintaxis, sino de analizar y entender conceptos fundamentales, y ello no tanto por torpeza intelectual como por indigencia cultural, léxica y expresiva, a la que no son ajenos SMS, iPads, Smart Phones, la propia Logse…, indigencia por la que la inmensa mayoría de ellos ha transitado, sin ningún tipo de cortapisas, insisto, a lo largo de los doce años precedentes. Demasiado tiempo, durante el cual la memoria -facultad indispensable, según Pascal, para todas las operaciones de la mente-, la capacidad de análisis o el espíritu crítico, lejos de ser estimulados, han sido objeto de sañuda persecución, por no mencionar el menosprecio al que se han visto sometidos valores como la disciplina, el mérito o el esfuerzo, en una operación de acoso y derribo que no hubiera podido culminarse sin la cooperación necesaria de más de un psicólogo reconvertido en docente.

En cualquier caso, no se trata de resucitar las reválidas de antaño, sino más bien de establecer una serie de pruebas de Estado que, al igual que sucede en otros países europeos, delimitasen las aptitudes académicas y vocacionales de quienes aspiran a dirigir la sociedad en el futuro. No es mi intención abrumar con cifras, pero la tasa de abandono escolar temprano en España entre los jóvenes de 18 a 24 años se eleva al 28,4% frente al 14,1 de la media europea, según un informe referido a 2010 publicado el pasado mes de mayo por Eurostat, lo cual sitúa a nuestro país en el tercer lugar por la cola de la clasificación, sólo por delante de Malta (36,9%) y Portugal (28,7%). Presumir, pues, como hacen algunos políticos, de “tener la generación mejor preparada de todos los tiempos”, cuando ocupamos posiciones inferiores en las evaluaciones de conocimientos que realiza periódicamente la OCDE o el último lugar sin paliativos en el desempleo juvenil de Europa, no deja de ser un ejercicio de optimismo carente del menor fundamento.

Otra de las cuestiones sometidas a debate es el aumento de la ratio de alumnos por clase, así como del número de horas lectivas para los profesores. Partiendo de mi experiencia personal, compartida por cientos de docentes, aquellas aulas superpobladas, tanto en centros públicos como en privados, paradójicamente, producían resultados académicos asombrosos que garantizaban una alta cualificación profesional en el futuro. ¿Y qué decir de aquellos maestros y profesores, parcos en el yantar, sencillos en el vestir, mal retribuidos y peor considerados por la sociedad? Esos maestros entendían poco de ratios, adaptaciones curriculares o técnicas psicopedagógicas grupales; tampoco de derechos laborales ni de luchas sindicales; “sólo” sabían enseñar: a leer, a escribir con letra legible, sin faltas de ortografía, a calcular, a introducirnos en materias básicas -lengua, geografía, historia, ciencias naturales…- que, bien asimiladas, se convertirían en los cimientos de una educación superior con garantías de éxito. Tampoco recuerdo que faltaran a sus obligaciones, pues lo que se conoce como absentismo laboral, en su vertiente de ‘bajas justificadas’, que ningún sistema puede soportar, era algo impensable.

Afirmar, por tanto, como esgrimen los alborotadores profesionales, que permitir un incremento de hasta el 20% de los alumnos en las aulas -una medida coyuntural, asociada temporalmente a restricciones económicas- es un ataque directo a la calidad de la educación, es ignorar que nuestro país está muy por debajo del promedio de la OCDE en cuanto al número de alumnos por aula. Es más: los estudios internacionales (PISA) no encuentran una relación entre el número de alumnos por clase y el rendimiento escolar, caso de países como Reino Unido o Japón. ¿Y qué decir de la política de concesión de becas? Será el tema de un próximo comentario.

Miguel Fernández de los Ronderos
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