Los humanos somos seres sociales con necesidad de comunicar. Paradójicamente, en la era de las telecomunicaciones, la conversación cara a cara está siendo sustituida por el teléfono, el fax o la pantalla del ordenador; y esto a pesar de que en cualquier conversación, el 55% de la información lo proporciona el gesto del emisor, el 38% se transmite a través del tono de la voz y sólo el 7% lo aportan las palabras. Todos realizamos de manera natural determinados gestos que son fiel reflejo de nuestro pensamiento.
Los niños suelen taparse la boca al mentir, como tratando de evitar decir la mentira. Los adultos lo hemos sustituido por un ligero toque de nariz o de los labios. Dura sólo una fracción de segundo, pero es un signo evidente de que lo que vamos a decir no es exactamente lo que estamos pensando. Otras veces, el gesto de taparse la boca sólo significa una desconexión momentánea del entorno. Lo solemos hacer cuando, en medio de una reunión que no nos interesa, nos ponemos a pensar en nuestros asuntos.
Hay un gesto que solemos hacer cuando tratamos de recordar algo o cuando nos piden que imaginemos una escena. Solemos girar los ojos hacia arriba. El estudiante que se queda en blanco ante el examen parece querer encontrar la solución en el techo del aula. Este es un gesto inconsciente con el que tratamos de buscar la información en nuestro cerebro prefrontal. Cuando un niño va a mentir, trata de buscar una explicación imaginativa para hacer creíble su historia. En una fracción de segundo gira los ojos hacia arriba.
En una investigación llevada a cabo en la Universidad de Massachussets se comprobó que el 60% de nosotros miente, por lo menos una vez, durante sólo diez minutos de charla. La sorpresa fue que la mayor parte de los conversadores no se dio cuenta de que había mentido hasta que vio su propia conversación grabada en vídeo. Además, las chicas solían mentir para hacer sentir mejor a su contertulio y los chicos, para dejarse a sí mismos en buen lugar. Con esta investigación, los psicólogos se hacían la siguiente pregunta: ¿Qué clase de sociedad construiríamos si la ciencia lograra descubrir todas nuestras mentiras y la verdad absoluta fuera la regla?
Los niños autistas ya viven en ese mundo. No saben mentir. No pueden comprender que los otros tengan pensamientos o sentimientos equívocos. Esa incapacidad cerebral para comprender situaciones ambiguas separa a las personas con este síndrome, de la ficción y del entretenimiento. Si una persona no puede mentir, es muy probable que no pueda comprender cómo cooperar, cómo comunicarse con alguien y ser capaz de manipular las ideas para un buen fin, como lo hacemos todo el tiempo cuando nos comunicamos. Algunos científicos afirman que nuestra especie desarrolló el lenguaje sólo con el propósito de engañar. Es decir, que necesitamos las mentiras para relacionarnos.
En la Western Washington University seleccionaron a un grupo de estudiantes, hablaron con sus padres para que les contaran algunas anécdotas de la infancia de aquéllos. Después les contaron a los niños tres anécdotas ciertas de su niñez y una falsa. Durante la primera entrevista, los estudiantes ratificaron el 84% de los recuerdos ciertos y ninguno de los falsos; pero en la segunda entrevista, ¡el 20% de los estudiantes ya recordaba la historia falsa como cierta!
¿Es tan fácil introducir en la mente algo falso y hacerlo creíble? De eso saben mucho los políticos. A fuerza de repetir una mentira acaban incluso creyéndosela ellos mismos y, por supuesto, hacen que los demás acaben creyéndolo, a fuerza de insistir en ello.
Pedro Cardeñosa
psicologo@psicomotivacion.com