La sociedad española y, en especial la andaluza, se ha sentido indignada, en estas últimas semanas, por la forma de gestionar la Unión Europea la crisis alimentaria (crisis del pepino o e.coli) y las pérdidas económicas que ésta ha producido en el sector hortofrutícola andaluz. Una parte de la sociedad española empieza a cuestionar las ventajas de pertenecer a la Unión Europea y se la empieza a ver como fuente de problemas: falta de agilidad administrativa en la crisis alimentaria; continuas reformas económicas (Pacto por el Euro) que el ciudadano de a pie ni entiende ni comprende; lejanía de sus instituciones, etc. Este estado de opinión se torna, cada vez, con más fuerza en euroescepticismo. La aparición del movimiento 15-M/Indignados (rechazo de las medidas europeas de ajuste económico y de la clase política por su tolerancia hacia la corrupción) es una manifestación más del euroescepticismo que se empieza a instalar en amplias capas de la sociedad española.

España ha sido uno de los países más europeísta y proclive a la adhesión a la Unión Europea, ya que el pueblo español veía que su integración tenía grandes ventajas de carácter social, político y económico. El periodo transcurrido, más de un cuarto de siglo, desde su adhesión de España a la Unión Europea, ha sido con toda seguridad el periodo políticamente más estable, socialmente más dinámico y económicamente más próspero de la historia contemporánea de España.

Como se ha dicho ya, la adhesión a la Unión Europea ha tenido importantes efectos políticos sobre España que, esta vez sin exageración, merece el adjetivo de histórico. Desde el siglo XIX, todos los proyectos nacionales de modernización tuvieron como característica común el objetivo de acercar España a los regímenes más adelantados del continente. La conveniencia de una participación plena de España en la construcción europea se convirtió en uno de los puntos fundamentales de acuerdo sobre los que se basó el consenso político de la transición a la democracia (1975-1978).

Los Eurobarómetros demuestran que existe una mayoría estable de españoles que creen que la pertenencia es positiva; unos resultados que superan ampliamente la media obtenida en toda la Unión Europea y que convierten a España en uno de los países más europeístas. En definitiva, el consenso europeísta goza de buena salud. Aunque los españoles también son lógicamente capaces de ponderar las ventajas concretas y los perjuicios ocasionales que puedan acarrear las distintas políticas europeas, lo cierto es que sigue dominando un juicio general positivo que se fija más en los beneficios difusos: modernización del sistema productivo español; fortalecimiento de la política exterior y de seguridad y europeización de los asuntos de justicia e interior.

Después de más de 25 años de relativo éxito como joven Estado miembro bien aplicado en la implantación del acervo europeo, toca ahora atreverse a ser protagonistas del futuro y dar un paso cuantitativo en la europeización, aún débil, de la Administración, las Cortes, el poder Judicial, las autonomías y municipios, los partidos políticos y, desde luego, la sociedad civil. Hay, en definitiva, que atreverse a ser mayor de edad y acometer las reformas necesarias. Los desafíos que hay abordar desde la madurez no son desde luego menores y sin bien podría decirse que son similares para Europa como todo y para España como parte, nuestro país representa un ejemplo tal vez paradigmático de la necesidad imperiosa de adaptarse al mundo del siglo XXI. Una transformación de las mentalidades y de los modelos institucionales o productivos que es imposible afrontar sin tomar conciencia de la necesidad de estar mucho mejor preparados y seguir conectando las soluciones española a “más Europa”. Los intereses y los valores coinciden ahora mucho más que en 1985, pese a que ciertas apariencias puedan a veces sugerir lo contrario.

juan.rodriguez@uca.es