La aprobación por referéndum del pueblo Irlandés y la firma del presidente checo, Václau Klaus abre definitivamente la aprobación y puesta en práctica del Tratado de Lisboa (versión reducida de la Constitución Europea, elaborada por la Convención y rechazada en referéndum por Francia y Holanda) que entra en vigor el 1 de diciembre y renovará la fe europeísta y dotará a las instituciones europeas de los instrumentos necesarios para hacer frente a la globalización política y económica de las primeras décadas del siglo XXI.

El Tratado de Lisboa marca las normas fundamentales que deben regir la Unión Europea (UE) y desarrollar el modelo europeo trazado por los Tratados de Roma, Mastricht, Amsterdam o Niza: una democracia supranacional, basada en el Estado de derecho y en una economía social de mercado.

Antes del Tratado sabíamos por y para qué estábamos juntos, construyendo sucesivamente una unión aduanera, una zona de libre cambio, un mercado interior y, en fin, una moneda única, cada vez con más elementos de política exterior e interior comunes. Pero ni lo habíamos escrito, ni votado ni, en consecuencia, declarado formalmente.

Se pretende que Lisboa nos lleve a una Unión Europea más democrática y eficaz. Con este tratado se crea nuevas figuras institucionales: un Presidente de la Unión Europea y un ministerio de Asuntos Exteriores (creación de una Política Exterior y de Seguridad común) y se amplía las competencias de la Unión Europea (por ejemplo, en materias como la energía y cambio climático) y las normas de su funcionamiento interno que cambiará a favor de las decisiones mayoritarias en vez de la unanimidad. El Parlamento Europeo tendrá mayor protagonismo a la hora de elaborar el presupuesto y elegir al Presidente y a los miembros de la Comisión Europea.

A los ciudadanos de la Unión el Tratado de Lisboa les reconoce una serie de derechos que quedan plasmados en la Carta de Derechos Fundamentales y se le abre la posibilidad de ejercer la Iniciativa Ciudadana, con un millón de firmas, a presentar proyectos de leyes ante la Comisión Europea.

Con la aprobación del Tratado de Lisboa se pone fin a dos décadas de debate sobre las reglas de procedimientos e instituciones que deben regir la UE. La crítica más severa que se ha realizado a este largo proceso normativo es el tiempo que se ha empleado en ello en vez de haber profundizado en otros aspectos económico y social como una mayor armonización fiscal, a construir un mercado energético común, al cambio climático, a  la supervisión financiera o a combatir las crisis económica y el paro.

Es cierto que el estancamiento institucional que ha sufrido la UE en los últimos años ha creado una cierta sensación de cansancio europeo. Sin embargo, la entrada en vigor del Tratado de Lisboa brinda una nueva oportunidad para avanzar, y lo hace precisamente en la Presidencia española de la UE que se inicia en el primer semestre de 2010. El éxito del  Tratado dependerá, especialmente en Política Exterior y Seguridad, de las pautas que ahora se marquen en su desarrollo y del protagonismo y personalidad de su Presidente y de su ministra de Política Exterior (la británica, Catherine Ashton).

Lisboa no es el fin en la construcción europea. De hecho habrá que seguir profundizando en el futuro (conseguir un gobierno económico y social que cuente con un tesoro) hasta conseguir la plena unión política. Pero, de momento con el nuevo Tratado de la Unión Europea, con personalidad jurídica propia, ofrecerá entre otras ventajas la personalización visualización de la UE en la figura de su presidente (el belga, Herman Van Rompoy).