Las series históricas (o pseudohistóricas) parecen gozar de un atractivo popular que, traducido en elevados porcentajes de audiencia, viene a confirmar la curiosidad que determinados capítulos de la historia despiertan en una sociedad que, paradójicamente, ha arrumbado en el desván de los enseres inútiles todo atisbo de estudio riguroso del pasado. Para ello, ha contado con la complicidad de los sucesivos gobiernos de la nación en cuanto a su inclusión -hoy, meramente testimonial- en los planes de enseñanza, entendiendo por complicidad la manipulación del pasado, silenciando o adulterando la historia, siempre con exquisito cuidado de no desviarse de las pautas de corrección política -nada de hazañas ni gestas heroicas, todo ha de tener cierto tufillo pacifista-, pues se corre el riesgo de desafiar al llamado pensamiento único. Despojemos, por tanto, el término ‘complicidad’ del significado light que los eruditos a la violeta de nuestro tiempo le atribuyen, erróneamente, como sinónimo de ‘colaboración’ en cualquier proyecto artístico o literario.
En un lúcido artículo publicado en ABC, Serafín Fanjul nos alerta del peligro de que los profesionales del cine y la televisión aborden los temas históricos con “desparpajo, banalidad y ningún respeto por los hechos comprobados, por la realidad conocida”. El cine histórico en España tiene antecedentes muy dignos, en una época en la que la subvención era la taquilla y poco más, con actores y actrices cuya dicción impecable (“Hoy no se enseña a vocalizar, se habla con media lengua”, se lamentaba el gran Fernando Fernán Gómez), expresividad y dominio del oficio hacían superfluos los efectos especiales, las escenas de cama, vengan o no a cuento (también en Isabel), el lenguaje soez y demás recursos de nuestro tiempo que intentan, en vano, suplir la carencia de talento y originalidad. Nada que ver con series de la categoría de “Yo, Claudio”, “Los gozos y las sombras”, “El pícaro”, el “Quijote” o filmes como “La dama boba”, espléndida adaptación de nuestro clásico debida a Pilar Miró.
Naturalmente, aunque una ficción no tiene por qué ser mero trasunto de un estudio erudito, hay normas -aparte de un buen grado de fidelidad histórica- que deben tenerse en consideración. Una de ellas es la lengua. Los actores declaman con soniquete, siempre trascendentes y graves, con voz impostada y, aunque no se puede pretender que en el siglo XXI se haga un calco del lenguaje coloquial del siglo XV, en Isabel, afirma el profesor Fanjul, asistimos a prodigiosos diálogos propios de analfabetos funcionales pero con sólida cultura televisiva:
“Estamos en dificultades, es por esto que …”
“Tranquila, Alteza, tenemos problemas con ellos pero son buenos chicos y todo está bajo control”
“Tranquilo, vos, Chacón, pero aunque lo tengo superado, creo que estamos mareando la perdiz”
Asimismo, la invención de historietas absurdas tales como los platónicos y reprimidos impulsos amorosos entre Isabel y Gonzalo, que también era muy joven (dos años menor que ella) y que difícilmente pudo ser el brazo armado del infante don Alfonso, o el hecho de presentar al “morboso y desaseado Enrique IV como adalid de la Alianza de Civilizaciones” desprestigian a la serie. Esperemos que en esta edición, con nuevos guionistas, no se incurra en los estereotipos habituales, un riesgo evidente en temas tan controvertidos como la Inquisición, la Toma de Granada o el Descubrimiento de las Indias. Porque -concluye el profesor Fanjul- hay un sector de la población española, más educado y sensible de lo que se cree, que permanece silencioso y silenciado por los grandes aparatos publicitarios que no dudan en “adaptar” los acontecimientos históricos al gusto de nuestro tiempo.
Miguel Fernández de los Ronderos