Este pasado mes de noviembre, hace dos años, Mariano Rajoy ganó las elecciones. De la existencia de un programa oculto se ha pasado, por parte del principal partido de la oposición, a acusar al gobierno del PP de tener un programa A y un programa B, como el Juez Ruz, instructor del “caso Barcenas” acaba de aseverar en un auto, por quedar acreditado en su contabilidad.

Francisco Fernández
Francisco Fernández

Pero además del juego entre vocales, o la trascendencia que tiene para el juego democrático que un partido se presente con un programa electoral y cuando llegue al gobierno y obstente un poder “rodillo” desarrolle un programa “bis”, desconocido por los electores. Además de eso, lo realmente importante es el “programa nacional de reformas”, conocido vulgarmente como la política de recortes sistematizada o la “desamortización del estado del bienestar”, fruto de una estrategia predeterminada, perfectamente diseñada, consecuencia de la visión neoliberal de los equilibrios de poder y que pretende establecer las bases y cimientos de la sociedad española, y europea (no se nos olvide) del siglo XXI.

Porque quien mantenga que todo lo que está pasando es consecuencia de la crisis económica se está equivocando. La crisis ha sido la excusa perfecta. La gran excusa. Como en alguna ocasión se ha puesto de manifiesto en la historia, más o menos reciente, de la humanidad, ha habido momentos donde se ha necesitado de un shock para recomponer los criterios sociales y políticos existentes en una sociedad. En el libro “La doctrina del Shock” su autora Naomi Klein, explica cómo se han tejido las redes y los contactos bilaterales entre gobiernos y gobernantes y los poderes financieros omnímodos para poder desarrollar esta infame burla a la democracia.

El poder económico asociado al poder financiero ha logrado componer y convencer al poder político (aunque algunos consideren que este último no deja de ser una extensión, prestidigitadora, de los primeros) de la necesidad de modificar y cambiar el marco de referencia sobre el que nos movemos.

Si hubo un tiempo donde la referencia fue reconstruir una convivencia hecha añicos por dos guerras mundiales y para ello se apostó por construir un espacio democrático común donde se defendiera la igualdad, en términos de libertad y de justicia social o de bienestar, ahora se impone otro tiempo.

Aunque entonces no fue posible una ecuación de balance social que alcanzase un equilibrio perfecto, la búsqueda del equilibrio social se alcanzó a través de las políticas redistributivas. La redistribución de la renta, en todas su vertientes, formas, especificidades y materializaciones era la palanca a través de la cual se conseguía materializar el contrato social y garantizar un tiempo de respeto, convivencia, bienestar y crecimiento económico.

La política salarial acordada en los ámbitos privados y públicos, la prevalencia de unas políticas presupuestarias expansivas, el reconocimiento de derechos individuales y universales, como la educación o la sanidad, y la conformación de un sistema público de previsión social que se complementaba con el derecho al desempleo daban forma a un esfuerzo colectivo y presupuestario, que se garantizaba por la función de un estado, entonces conocido como Estado del Bienestar.

Pero el esfuerzo por implementar aquel sistema necesariamente, también vino acompañado de una redistribución en términos de poder económico, político, laboral y social.

Poner en carga la democracia, hacerla efectiva, implicaba democratizar las estructuras de poder y en este sentido la actividad sindical y las reivindicaciones del movimiento sindical siempre han ido tendentes a exigir, reclamar su cumplimiento y defender el equilibrio y la prevalencia del contrato social suscrito entre capital y trabajo y reconocido por el poder político a través de los textos constitucionales y la producción legislativa.

Una defensa, que en el caso del movimiento sindical de clase no ha sido inmovilista pero sí ha tenido líneas rojas. De hecho la historia reciente de la construcción de España tiene ejemplos relevantes de esos acuerdos que en su momento fueron tachados de auténticos “tragalas” por parte de los representantes de los sindicatos mayoritarios y después se ha demostrado que han tenido funcionalidad, racionalidad y utilidad para la problemática laboral o social que trataban.

Pero como llevamos manteniendo desde hace tiempo, la acción determinada de este Gobierno es otra. El PP tiene rodillo, y como diría aquél el rodillo es la mejor expresión de un poder que desdeña el diálogo y la negociación como instrumento para la búsqueda de soluciones compartidas.

Pero al mismo tiempo, el rodillo es el mejor instrumento para poder reconvertir, transformar, cambiar o adulterar el propio sistema e imponer la desamortización del estado del bienestar como la “más importante función política que llevará a cabo este gobierno para generaciones futuras”  (a criterio del Sr. Rajoy y sus adláteres, claro está).

En agua de borrajas pretenden dejar los derechos sociales y hasta los individuales. Transformar el orden de prelación de los derechos constitucionales, y recomponer los derechos fundamentales, como si de naipes se tratara. Reformar y transformar el derecho a la educación, el derecho a la sanidad, el derecho a la dependencia, el derecho a pensión, el derecho a una prestación por desempleo y un largo etcétera.

Y para que sus reformas y cambios tengan éxito necesitan eliminar la resistencia social para lo cual han determinado una estrategia que está siendo materializada por algunos compañeros de viajes y que tiene como uno de sus puntos la destrucción de la credibilidad de las organizaciones sindicales de clase, de sus responsables, de los propios representantes de los trabajadores y de la conformación de las relaciones laborales tal y como hasta ahora se han desarrollado en el ámbito de la norma laboral y social.

Lo que no llegan a comprender, y difícilmente comprenderán, es que el movimiento sindical de clase, tiene una función social que cumplir en el ámbito de las relaciones laborales, en el seno de las empresas, en los centros de trabajo o ante las administraciones como  empleadoras, pero que también tienen una función que supera ese espacio y es más general, defender los intereses de los trabajadores y trabajadoras como ciudadanos. Y para esa doble función no puede existir “la nada”.

Los trabajadores y las trabajadoras han demostrado una y otra vez que, si no existen este tipo de organizaciones las crean, por su interés, por su defensa, y porque la mejor manera que hay para defenderse es estar organizados en un sindicato de clase.

Francisco Fernández Sevilla, Secretario General UGT de Andalucía