Ahí están, muy cerca de nosotros, se esconden en trajes oscuros de moda que cierran con tres botones de plástico, guardando una billetera y en su interior las credenciales de los sueños comprados que ahora se llaman tarjetas de crédito.

Tienen por dentro un cuerpo cuidado en su apariencia que se mueve al paso firme y decidido del ejecutivo agresivo y ambicioso, legitimado por una carrera universitaria, elegida con el propósito de ser explotada por encima de todo.

Están investidos con las credenciales de un master adquirido en cualquier escuela de negocios, en las que previsibles profesores han desvelado, sin proponérselo, un mundo irreal de los negocios en el que sólo sobreviven los más fuertes.

Su vida laboral comienza sin tiempo para analizar sus vivencias porque están demasiado ocupados haciendo cosas en su obsesión por escalar peldaños. Sus objetivos son como piezas de caza que deben abatirse y en su obstinación por eliminar a supuestos competidores externos acaban encontrándolos dentro de su propia empresa.

Algunos llegan a prosperar porque mal aprendieron a usar cualquier manipulación de personas o medios para llegar a sus propósitos triunfales y en esta guerra que se han construido contra todos, sólo vale facturar a cualquier precio.

Tienen su hábitat en bufetes, consultorías de prestigio y grandes empresas, especialmente aquéllas que no practican más religión que las cifras y no poseen otra fortuna que su cuenta bancaria, aunque disfracen sus discursos con mágicas palabras con sabor a ética, cultura o credibilidad.

No tienen amigos sino cómplices, aunque saben utilizar a compañeros para sus propósitos y aunque parezca que persiguen el dinero como máxima justificación de sus delirios, en realidad buscan el poder que se esconde detrás del supuesto éxito.

Incapaces de mantener una relación natural y auténtica, buscan parejas que puedan complementar sus fines, se dejan querer mientras no se desnuden los pocos principios que heredaron de sus padres y la búsqueda de la perfección les lleva a probarlo todo para intentar soportarse todos los días.

Pero les delata hasta el propio espejo del baño, se sonrojan cuando alguien les sonríe de verdad y aunque esconden tanto su corazón como sus sentimientos, son débiles ante la verdad, pues casi nunca soportan ninguna crítica.

Les mantiene su fama, mucho mejor que sus éxitos y a menudo tienen una pléyade de jóvenes cachorros que, cegados por el color del dinero, esperan aprender de las sobras que les caen por el camino.

Hay que guardarse de estos tontos por ciento que están invadiendo nuestra sociedad en forma de malos periodistas que buscan su sueldo fabricando falsos payasos, de estos ejecutivillos que pululan por las empresas predicando ideas que acaban aislando el talento de los veteranos y malvendiéndolas a multinacionales anónimas.

De los que quieren apoderarse de nuestro bolsillo con continuas y falsas innovaciones con el único propósito de convertirnos en compradores cautivos de su marketing de celofán.

Deberíamos desenmascarar a todos estos manipuladores que, disfrazados de políticos, ejecutivos o charlatanes quieren arrebatarnos a nuestros jóvenes, convirtiéndolos en zombis obsesionados por el consumo, la falta de escrúpulos y el poder del dinero.

Y deberíamos hacerlo mientras podamos evitarlo, ya que el problema no está en saber cuándo se encendió la mecha sino en calcular cuánto tardará en explotar este modelo de sociedad, demasiado absurdo para ser real.

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