“Es imposible admirar al artista si sobre su conducta -privada o pública- se cierne una sombra considerable de sordidez o inhumanidad” (Aurelio Arteta).

Hace unos meses, el ministerio francés de Cultura, confundiendo conmemorar con celebrar, rechazó, “a causa de sus inmundos escritos antisemitas”, el homenaje que se iba dedicar este año al escritor Louis-Ferdinand Destouches (Céline) en el 50º aniversario de su muerte. Tan polémica decisión había de suscitar, como así ha sido, reacciones y comentarios que, en cualquier caso, han devuelto a la actualidad la obra de uno de los grandes novelistas del siglo XX, recordándonos, entre otras cosas, que “un retorcido miserable puede ser un escritor extraordinario y que un artista no está obligado a ser socialmente correcto …” (P-Reverte), opinión compartida por Vargas Llosa y Juan Goytisolo, quienes también se lamentan por la suspensión del mencionado homenaje, ya que, a su parecer, el “odioso antisemitismo de este escritor y su odiosa colaboración con los nazis” no restan ni un ápice de su maestría literaria. Era un mal bicho, conviene Goytisolo, pero sin duda genial.

Para otros, en cambio, esta decisión está plenamente justificada, pues nos enseña a distinguir entre valores de índole diversa, otorgando primacía al valor moral, “universalmente exigible, pues en Céline convivían la más excelsa empresa creativa y la peor labor panfletaria”. Una vez más, se nos plantea el dilema: ¿Podemos separar nuestra admiración por el escritor -añade Arteta- de la repulsa que nos inspira su comportamiento moral?

La obra de Céline (seudónimo literario que toma del tercer nombre de pila de su madre) es el reflejo de una vasta autobiografía que, partiendo de la banlieue parisiense -su paisaje preferido, permanentemente evocado-, su conocimiento del alemán y del inglés, y su alistamiento como voluntario en la Primera Guerra mundial, prosigue con su estancia en Londres, luego, en Camerún -época africana que será el núcleo de Viaje al fin de la noche-, los estudios de bachillerato, fruto de su vocación autodidacta, su doctorado en medicina, especializándose en epidemiología e interesándose tanto por los problemas de higiene como por los sociales, sus viajes por Europa, África y los Estados Unidos de América hasta instalar su consulta en su “reencontrada” banlieue. Estamos en 1932, y a la publicación de su primera novela le seguirán otras cuya proximidad al panfleto es escandalosa, aunque no sólo los judíos son el blanco feroz de su estilo eruptivo: está en marcha un proceso de degeneración en el que se encuentra comprometido el mundo occidental y del que responsabiliza por igual a la propaganda antifascista de los americanos, la amenaza del comunismo soviético o el ascenso demográfico de los negros y de los amarillos. Sin embargo, esta civilización occidental que se apresta a defender (proponiendo una coalición franco-alemana) no sale indemne de la matanza: el propio autor reconoce que sería menester rehacer la educación del hombre.

Tras haber gozado del aprecio de la izquierda, ¿gozaría igualmente del de la extrema derecha? El final de la etapa es el de un hombre que termina quedándose solo, atacado por todos lados. Juzgando prudente trasladarse a Dinamarca, a través de Alemania, el momento de la Liberación supone para Céline el momento de la encarcelación por un período de dos años en Copenhague, sufriendo la amenaza constante de la extradición, hasta que, finalmente, se le permite regresar a su país, instalándose en Meudon, donde recibe a su escasa clientela y prosigue su obra de escritor hasta su fallecimiento en 1961.

Si hay alguien de quien se puede afirmar que ha sido víctima de las ideologías, ese es Céline: de las que se le acusó y de aquellas en cuyo nombre se le condenó. Lamentablemente, el hecho de que muchos de sus compatriotas fuesen, como él, colaboradores de la Gestapo, no le exime de responsabilidad. Quien se jactase de carecer de ideas (“¡No encuentro nada más vulgar, más repugnante que las ideas! Las bibliotecas están llenas de ellas! ¡Y las terrazas de los cafés; todos los impotentes rebosan de ideas!”) también se hallaba sometido al imperio de la moral, como apunta uno de sus críticos: “Al artista no se le pide nada que no debamos pedir a todo ser humano: que sea fiel a su humanidad”. Porque la Humanidad, que se enriquece con los grandes talentos, no está necesitada tanto de genios como de hombres honrados, dispuestos a llevar una vida justa.