La cosa más importante del mundo es pertenecerse (Montaigne)

Varias son las razones que me impulsan a ocuparme, hoy, de Michel Eyquem, señor de Montaigne, magistrado, alcalde de Burdeos, excelente gestor y diplomático pero, por encima de todo, autor de Ensayos, una recopilación de reflexiones que, partiendo del “hombre ondulante y diverso”, representa un nuevo concepto de la pedagogía a la par que una filosofía de la felicidad.

Una de esas razones, como digo, sería la nostalgia, en mi condición de docente, de aquellos tiempos en los que la literatura de lenguas extranjeras formaba parte de los planes de Bachillerato, en su ciclo superior, lo que permitía -si se era capaz de transmitir el interés necesario- asomarse a un mundo desconocido, más allá de normas gramaticales, en donde el alumno descubría una de las funciones esenciales de la lengua escrita: la difusión de ideas y conceptos a través de las experiencias vitales de los protagonistas, desde el cantar de gesta y la poesía renacentista, hasta la novela realista y naturalista, pasando por la tragedia clásica, la comedia, los enciclopedistas y los románticos, todo ello de la mano de autores universales cuya vigencia a lo largo del tiempo permite constatar la influencia de la literatura en la política y en el pensamiento de la sociedad civil, lo que explica la sañuda persecución de que han sido víctimas tantos escritores ilustres en momentos históricos de convulsión social.

Otro de los motivos que justifican mi entusiasmo por desempolvar la figura de Montaigne es la publicación de “La muerte de Montaigne” (Tusquets, 2011), de la que es autor el prestigioso escritor, periodista y diplomático chileno Jorge Edwards (Premio Nacional de Literatura y Premio Cervantes), y de cuyo análisis se han ocupado, con el talento y la objetividad acostumbrados, Arturo García Ramos y Fernando Iwasaki, sendos especialistas en el abrupto terreno de la crítica literaria, lo cual me sirve de justificación para reproducir, por su clarividencia, algunos de los juicios críticos expresados al efecto. Así, García Ramos describe a Montaigne como “un intelectual insobornablemente independiente, voluptuoso gozador del instante, al que nada humano le era ajeno. Un espíritu tolerante que nos insta a vivir en armonía, anticipando la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano que un siglo después proclamará la Revolución Francesa”. Por su parte, Iwasaki, recogiendo la reflexión de Edwards, se pregunta si los ensayistas del siglo XVI eran los precursores de los novelistas de los siglos posteriores; más aún: si Montaigne era un precursor de su casi contemporáneo Cervantes, con quien supone habría congeniado.

Y, por último, otra buena razón para ocuparse de Montaigne es su compromiso con la educación, cuyo objetivo esencial, nos dice, es “formar un buen juicio”; es decir, una razón que vaya a la verdad, una conciencia que vaya al bien, prefiriendo, en contraposición a Rabelais, “una cabeza bien hecha a una cabeza bien llena”, lo que le lleva a condenar el método embrutecedor que consiste en atiborrar la memoria de hechos inútiles o de formas artificiales de razonamiento, pues sólo importa una cosa: la formación del juicio, hasta tal punto que libros, conversaciones, viajes, estudios y juegos, todo debe tender a este fin.

En el aspecto crítico, hay que reconocer que el erudito Montaigne, al que sus detractores atribuyen cierto parasitismo intelectual, no concede la debida importancia al esfuerzo, absolutamente necesario para formar la voluntad, con lo que se corre el riesgo de no formar más que a alguien simpático, que no sabrá sólidamente nada, “un amable conversador de salón que habrá saboreado la espuma de la ciencia” (Lanson). Maestro de sabiduría para unos, profesor de ideas falsas para otros, siempre imitado y siempre inimitable, Montaigne adopta como lema una máxima del filósofo Pirrón: ¿Qué sé yo?, advirtiéndonos de que la condición primordial para ser feliz es un escepticismo universal. En cualquier caso, “el señor de la Montaña”, paradigma de la tolerancia -inspirador del Edicto de Nantes (1598), que devolvía la paz religiosa al reino-, viene a concluir que no hay ninguna idea que valga la pena de que por ella se mate a un hombre, y muy pocas que merezcan que uno se haga matar por ellas. A la vista de las tribulaciones del presente, ¿no es cierto que merece la pena recordar al gran moralista francés?