"No traspase esta línea"; "Espere aquí su turno, por favor"; "Respete la privacidad". Estas y otras advertencias por el estilo pueden leerse en oficinas, entidades bancarias, consultorios de salud y demás lugares públicos a los que el paciente ciudadano ha de acudir con asiduidad para resolver sus cuitas, que no son pocas. La teórica finalidad de semejantes recomendaciones no deja de ser loable: nos recuerdan que es de mala educación fisgonear en asuntos de ámbito estrictamente privado, ya se trate de un impagado bancario, la tramitación de un préstamo, un talón sin fondos, un expediente rechazado o una dolencia física.

Sin embargo, tan sensatas sugerencias no siempre trascienden al usuario, palabra polivante que ha venido a reemplazar, por aquello de la 'economía del lenguaje' -mejor haríamos en llamarla 'pobreza de expresión' – a 'cliente', 'paciente', 'enfermo', 'viajero', 'pasajero', 'solicitante' o, simplemente, 'interesado', términos todos ellos que permiten distinguir matices pero que parecen haber sucumbido a una conjura de silencio que "ejemplifica la mengua deplorable de capacidad para matizar conceptos y diferenciarlos que está experimentando nuestro idioma" (Lázaro Carreter).

Así que, volviendo al tema que nos ocupa, mientras aguardamos nuestro turno, nos enteramos de que el vecino, pongamos por caso, está en 'números rojos' (saldo deudor), motivo por el cual le ha sido devuelto el recibo de la luz; o bien que el desconocido que nos precede padece de hemorroides, dolencia de la que sólo él y, suponemos, sus allegados, desean ser atendidos e informados. En el primer supuesto, el cliente en cuestión se siente obligado a expresar airadamente su protesta por lo que considera un trato inmerecido, después de tantos años: "Voy a tener que cambiar de banco", asevera malhumorado. En el segundo, y previo tuteo mutuo, generalmente no solicitado, se nos hace partícipes involuntarios de problemas de salud que no nos incumben.

Paralelamente, estas situaciones podrían trasladarse a las salas de espera en ambulatorios, áreas de urgencia y demás dependencias de la sanidad pública, convertidas frecuentemente en patios de vecindad en donde la algarabía se impone al silencio, pese a las súplicas del personal y a los letreros que, infructuosamente, lo solicitan. También aquí se manifiesta la mala costumbre de comentar en voz alta cuestiones que atañen exclusivamente a la persona afectada.

Desde una perspectiva más amplia, ausente, insisto, cualquier atisbo de 'pudor social', se ha llegado a considerar 'normal' la continua invasión del espacio privado, cuyo obsceno objetivo parece consistir en airear las miserias humanas y, en muchos casos, (pienso en la telebasura), servirse de ellas para medrar. Otro ejemplo cotidiano de esa falta de pudor tan en boga son las ¿conversaciones? a través del móvil (cuanto más cutre es el personaje, mayor posibilidad de que disponga de un modelo de última generación) que hemos de soportar en autobuses, trenes o cualquier otro lugar público, en donde una jerga ininteligible y con frecuencia soez – hay féminas cuyo lenguaje haría avergonzarse a más de un cochero de los de antaño -, evidencia una agresividad latente que, ignorando los límites del decoro, aflora en las relaciones sociales.

Este fenómeno aparece igualmente en los ambientes de ocio y diversión, teóricamente destinados a proporcionar "solaz y esparcimiento", que diría el clásico, pero que suele provocar situaciones de extrema violencia, verbal, primero, que en más de una ocasión desemboca en reacciones de consecuencias imprevisibles. Hay quienes atribuyen semejante conducta al deterioro del concepto 'hogar- familia-escuela' y, en consecuencias, al déficit educacional que padece nuestra sociedad, aunque, en contra de lo que podría pensarse, ello no sea exclusivo de las clases más desfavorecidas – lo que podría considerarse una atenuante -, sino que se trata de un mal que afecta a gente de toda condición y estado. En cualquier caso, el tema, por su proyección social, merecería un análisis más profundo, algo más, desde luego, que el comentario de este mero observador.

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