La reciente desaparición de Luciano Pavarotti, divo entre los divos y figura estelar de las últimas décadas, me impulsa a evocar el nacimiento de un género en el que música, teatro y literatura constituyen una especie de laboratorio en el que intervienen los elementos más complejos y dispares de la creación artística .En efecto, hace pocos meses se cumplían 400 años del estreno en Mantua de la que se considera la primera ópera, L'Orfeo (1607), de Claudio Monteverdi, y, aunque hay quienes ponen en duda tal paternidad, trasladándola a la Camerata florentina de músicos y poetas, dirigidos por Jacopo Peri, no es menos cierto que el nacimiento del melodrama se registra en la primera mitad del siglo XVII, en vísperas del barroco, en las cortes de la Italia central en un intento de recuperar el espíritu de la tragedia griega, cuyo lema era "recitar cantando", es decir, primero las palabras, la poesía, luego la música. Durante los siglos posteriores, el desarrollo del género se ha replanteado constantemente esta relación entre las palabras y la música.Pero, como apunta Fancelli, "si el nacimiento está claro, no lo está el final". ¿Está viva o muerta la ópera? Si tomamos en consideración las cifras – más estudiantes que desean hacer de la música su medio de vida, más libros y discos, búsqueda de nuevos repertorios, también más público en los espectáculos y más presupuesto -, el presente parece gozar de buena salud. Pese a todo ello, la ópera no consigue desprenderse de "cierto olor a cadáver", a género enterrado y embalsamado del que, como representación social, tampoco quedan muchos vestigios, debido en parte a un nuevo orden social – las noches de gala son excepción y la estructura tradicional (patio -platea – palcos – pisos – anfiteatro), ha dejado paso a una nueva categoría de espectador. La ópera era un modo de vida, una especie de 'salón de la ciudad' ("Nos veremos en La Scala", solía decirse en tiempos de Stendhal), donde los espectadores acostumbraban a salir un momento del teatro para volver al acto o aria siguiente, antes de salir y entrar otra vez, en medio de intrigas plenas de amores, odios desesperados y pasiones violentas, urdidas por libretistas poco preocupados por la verosimilitud del argumento. A este respecto, comentaba Rossini que, "siendo el libreto insignificante, podía ponerle música a la cuenta de su lavandera y la máquina melodramática seguiría funcionando igualmente". En parecidos términos se expresaba Tchaikowski, para quien "nada es más falso y ridículo que esforzarse por incluir verdad en la ópera, toda ella basada en la no verdad".

¿Y qué decir del divismo de otros tiempos? : Callas, Tebaldi, Simionatto, Sutherland, Victoria de los Ángeles, Caballé, Berganza, Gigli, del Mónaco, Di Stefano, Pavarotti, Raimondi, Krauss, Carreras, Domingo, … A todo ello es menester añadir que las trayectorias profesionales de hoy son más cortas y fulgurantes que las que se consolidaron durante la segunda mitad del siglo XX, debido, fundamentalmente, al complejo proceso de formación, tanto técnico como estético. Como atinadamente señala un comentarista, "el sistema mediático fagocita, deglute voces vorazmente porque sabe que el mercado garantizará el suministro". Antes se procedía de otro modo, lo que nos ha permitido disfrutar de cantantes que han sabido equilibrar su técnica con objeto de adaptarla a repertorios adecuados a sus posibilidades, artistas que aceptaron someterse a duros aprendizajes y rechazaron ofertas que no eran sino "oportunidades- trampa".

Entonces ¿por qué sigue viva la ópera? ¿Qué es lo que le permite atraer nuevos públicos, pese a la merma de representatividad e identificación? La renovación parece llegar sobre todo por el aspecto visual, con la incorporación de artistas y cineastas contemporáneos. La escasa afición a la música en general por parte de niños y jóvenes – penosa consecuencia de la incultura musical (y artística) de nuestra sociedad -, nos enfrenta a la terrible evidencia de un público que envejece, tal como se ponía de manifiesto en los estudios realizados hace unos años por la Cámara de Comercio de Salzburgo, en donde se advertía de la elevada media de edad de los asistentes (superior a los 60 años), así como de una alarmante ausencia de incorporaciones jóvenes en la última década. Esto significa que la renovación natural de público operístico no acaba de producirse con los porcentajes necesarios para su supervivencia, lo que explica la búsqueda de un público juvenil e incluso infantil al que se pretende atraer mediante montajes escénicos con enfoques diferentes a los tradicionales, e incluso la revisión de títulos convencionales o la creación – de impacto tan dudoso como efímero -, mediante encargo, de nuevas obras, muchas de las cuales no trascienden o van más allá del día del estreno. Y, sin embargo, en palabras de Vargas Llosa, "¿cómo explicarse que, tras siglo y medio, pese al carácter folletinesco del texto y la popularidad de sus arias, mil veces escuchadas, nos sigamos emocionando y derramando 'una furtiva lágrima' cuando cae el telón en La Traviata?". Hay quienes lo atribuyen a algo tan simple como la capacidad de emocionar y de transmitir sensaciones.

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