"La verdad beneficia a quien la oye, mas hace odioso a quien la dice."

Pascal

Aludía en mi artículo anterior a una consigna tácita ("abajo la excelencia") que parece haberse infiltrado en nuestro sistema educativo, hasta el punto de relegar a un nuevo apartheid a los escasos alumnos que, aunque "contusos y magullados", logran sobreponerse a la dictadura de la mala educación, la indisciplina y el desinterés, actitud que les condena, por el intento de desvincularse de tanto pasota y follonero, a ser considerados 'colaboracionistas', pues nada concita más aversión por parte de los mediocres que la colaboración con el profesor, convertido aquí en el adversario.

Además, y aunque desde las instancias oficiales se intente minimizar el problema y se refieran a las vejaciones que ha de soportar el profesorado como "hechos puntuales" (a propósito: ¿por qué no concretos o aislados?), en la propia familia se respira no poca animadversión contra los docentes, y esa sensación va calando en el alumno, quien ya no ve en el maestro a la persona que le enseña, sino al que le hace trabajar y le suspende. Por otra parte, se vive apresado por dogmas tales como el de la "comprensividad", según el cual todos los alumnos tienen que estudiar lo mismo (aprender es otra cosa), la igualdad educativa, tan dañina a la larga, o ese otro que proclama que el niño debe aprender jugando, lo cual es aceptable para la adquisición de los rudimentos de las ciencias, mas a medida que se avanza en las materias hace falta esforzarse y trabajar, se requiere sacrificio y fuerza de voluntad. Pero, ¡cuidado!, nos estamos deslizando por un terreno prohibido: la "enseñanza de élite" (o elite), palabra que indigna inmediatamente a más de uno, aunque élites han existido (y existirán) siempre, pues sin ellas no hay ni arte, ni literatura, ni ciencia, ni Universidad… Cualquier profesor sabe que, en una clase, las hay también y, aunque haya quienes desconfíen de que sea posible una enseñanza de calidad para las masas -yo no lo creo así- , la experiencia nos demuestra que esa suerte de utopía pedagógica, con su insistencia en el igualitarismo, en lo lúdico, en el practicismo excluyente (reduzcamos al mínimo la Historia, la Geografía, y no digamos la Filosofía y la cultura clásica, consideradas como 'telarañas' del saber) ha causado un daño inmenso, tal vez irreparable, al igual que sucede con los procesos degenerativos, en los que cada peldaño que se baja es casi imposible de remontar.

Pero dicho esto, forzoso es admitir que, en muchas ocasiones, son los propios profesores (también llamados enseñantes) quienes propician, a través de un coleguismo y amiguismo mal entendido por los adolescentes, los episodios de violencia y vejación que, como consecuencia de una actitud laxa y permisiva a ultranza (quedan proscritos don, doña o señorita :"Yo me llamo Josefa, pero me podéis llamar Pepi, o Pepita"; "mi nombre es Francisco, Paco para vosotros"), protagonizan sus alumnos en las aulas y hacen irrespirable el ambiente de trabajo, imposibilitando de ese modo la función para la que han sido designados, esto es, enseñar y transmitir valores esenciales en la vida del individuo para su integración en una sociedad justa, honrada (término que no equivale a honesta), que valore (positivamente, enfatizan algunos) el trabajo y la vocación como impulsores del auténtico progreso, aquel que hace posible la vertebración moderna de la sociedad a la que se pertenece.

Evidentemente, ninguno de nosotros siente la menor nostalgia de la palmeta ni de la lista de los reyes godos, pero renegar de la memoria ("la inteligencia de los tontos"), de la disciplina y los libros de texto ("anulan la experiencia directa"), de la ortografía ("vano formalismo que coarta la espontaneidad"), de la geografía ("lo importante es el conocimiento del entorno", esto es, del jardín del vecino, nada de extravagancias -mares, desiertos, países, ciudades del mundo), de la historia ("¿qué utilidad tiene conocer el pasado?"), del latín y del griego ("lenguas muertas", aunque el español se haya convertido en una lengua enferma), o de la filosofía ("¿para qué sirve la lógica?", preguntaba el burgués, en la famosa comedia de Molière); hacer tabla rasa, en fin, del saber acumulado durante siglos constituye, ciertamente, un suicidio cultural colectivo .

Hace unos años, bajo el título "Exaltación de la ignorancia", publicaba el escritor Muñoz Molina un artículo del que me permito reproducir, por su vigencia, el siguiente comentario: "Llevamos siglos sobreviviendo a las sinrazones de las tiranías y a las hogueras de los inquisidores, pero ya no sé si lograremos sobrevivir a la conjura de los necios."