El enamoramiento es ese estado de dulce idiotez en el que la conducta cambia de un modo inexplicable, para quien nunca lo ha padecido.

Ella escribe una y otra vez el nombre de él en la cubierta de la agenda, en el post-it de notas y hasta, con lápiz de labios, en el espejo. Vive distraída, se olvida el bolso en la oficina, ríe por cualquier motivo, llora con suma facilidad y se apasiona con las historias de amor.

Él se vuelve más imprudente, arriesgándose aún más cuando ella está presente; pasa mucho más tiempo frente al espejo, se interesa por la cosmética y se cambia más a menudo de ropa interior.

Y todo por la Feniletilamina (también conocida como FEA). La FEA es una anfetamina natural que funciona como neurotransmisor, favoreciendo la comunicación entre las neuronas. Se ha comprobado que las personas que se encuentran en estado de enamoramiento acumulan una gran cantidad de ella en el sistema límbico, que es el centro emocional del cerebro.

Este anfetaminoide, junto con la dopamina, la adrenalina y la ocitocina provoca, en el organismo ‘infectado’ por el amor, una impetuosa desestabilización emocional caracterizada por desórdenes de la atención, pensamientos repetitivos e intrusivos, hipersensibilidad a estímulos externos y un estado de ansiedad permanente.

También están las feromonas, que son unas hormonas volátiles que se transmiten a través del aire y son detectadas por el cerebro de manera inconsciente. Este proceso forma parte del ‘flechazo’ o amor a primera vista. Es el instinto animal funcionando no para perpetuar la especie, sino para asegurar la continuidad del propio individuo a través de sus genes.

Según los entendidos, cuando nos sentimos atraídos por otra persona, la química se pone en marcha y empezamos a producir las sustancias que delatan nuestro estado de atracción. Estos mensajeros volátiles llegan a la otra persona y (aunque no siempre) son percibidos por su cerebro iniciándose así una rápida evaluación de la idoneidad del otro como pareja. El instinto nos lleva a valorar, inconscientemente, los rasgos que, en nuestros orígenes, distinguían a un buen candidato para procrear: caderas anchas que faciliten el parto, labios gruesos que representan juventud (los labios van haciéndose más finos con la edad), cara simétrica que garantiza un buen estado de salud, cuerpo atlético que asegure la protección frente a rivales, trasero prominente que es signo de fortaleza y resistencia, etc.

Si el enamoramiento es correspondido (y, a veces, aunque no lo sea) se produce el vertido de FEA entre las neuronas, trastocando la percepción de la realidad y presentando ‘la vida de color de rosa’. En la antigüedad, en los bailes de Palacio, para asegurar que las hormonas llegaban al lugar adecuado, las damas dejaban caer estratégicamente su pañuelo al suelo, previamente embadurnado con la sudoración de sus axilas, con el fin de que el caballero, objeto de sus amores, lo recogiese y se viese envuelto por el seductor aroma.

Además, se ha comprobado que este estado de embriaguez dura entre 4 y 7 años. Entonces, ¿todo se termina? No, lo que ocurre es que el enamoramiento empieza a convertirse en amor o cariño. Es decir, se pierde la fogosidad del principio, pero no se deja de querer a la otra persona. Sobre todo, porque con ella hemos compartido muchos momentos de intimidad. De hecho, he atendido muchos casos en los que, a pesar de haberse separado la pareja (incluso de manera violenta) seguía existiendo un cariño especial entre ambos que, por supuesto, no reconocían para no mostrar debilidad en el enfrentamiento.

Quizá el modelo de familia tradicional, que creemos universal, no lo sea tanto. Ni es tan lógica y común la monogamia, como algunos pretenden. De hecho, los animales monógamos como las cigüeñas, por ejemplo, tienen una razón de supervivencia para serlo: estas aves vienen de África a la Península sólo por unos meses, para criar. ¿Se imaginan que, con el poco tiempo que tienen, se tuvieran que dedicar a la búsqueda de pareja, con cortejo incluido?. No sería práctico y podrían correr el riesgo de verse en pleno invierno con un nido lleno de polluelos hambrientos. ¿Y qué decir de los pingüinos emperador que viven en bandadas, apretujados para conservar el calor, sin moverse mucho? ¿Se imaginan que tuviesen que estar de aquí para allá buscando pareja y luchando en una masa de picos y plumas? Morirían congelados.

En definitiva, siguiendo el egoísmo que la Naturaleza nos ha impreso para asegurar nuestra supervivencia, el modo más seguro de perpetuar los propios genes es apareándose con diferentes individuos. Sin embargo, el aspecto racional de la sociedad ha modelado esta conducta para evitar el caos que se produciría en la lucha por la pareja (siempre cruenta entre los humanos). Por ello, en las sociedades más evolucionadas, se está dando cada vez más la poligamia sucesiva; es decir, tener una pareja durante, aproximadamente, cinco o seis años (que es el tiempo mínimo que necesita un cachorro humano para tener un alto porcentaje de supervivencia) y, después, tener otra pareja. Esto es así aunque no haya hijos de por medio.

Insisto en que esto es instintivo, pero que se ve modelado por nuestro carácter social. Es decir, nuestro cuerpo está preparado, desde los orígenes, para actuar de esta forma, pero el hecho de vivir en sociedad nos ha proporcionado una cultura que modifica la conducta.

Podríamos decir, entonces, que el machismo que subyace en la mayoría de los casos de violencia doméstica es una exacerbación del instinto que, a la vez, va en contra de la propia Naturaleza; ya que considera a la pareja como una “propiedad”, impidiendo la diversidad genética. Por otro lado, el individuo machista suele considerar lícitas sus propias infidelidades, pero no admite que su pareja tenga libertad para elegir.

¿Entenderemos alguna vez que somos animales, pero que seguimos evolucionando?

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