La revalorización de las obras de arte es más que significativa en los últimos años. El dividendo emocional del arte es indiscutible, pero también la concepción mercantilista que está adquiriendo, una perspectiva irritante para muchos. Tras el auge de la demanda de las obras de arte -especialmente de pintura, la mitad de las operaciones de compraventa registradas- hay diversas circunstancias. Al propio desarrollo cultural se suma la utilización del arte como valor refugio ante la fuerte inestabilidad que azota la bolsa, sin olvidar el dinero negro aflorado con la llegada del euro o el tirón de los nuevos ricos de los países emergentes (China, India y Rusia). Además, las inversiones en arte (evidente signo de distinción) se han convertido en España en un incentivo para las fortunas hechas al calor del ciclo expansivo inmobiliario; y son vistas por una nueva generación de jóvenes bien posicionados como una buena fórmula para diversificar su patrimonio; sin olvidar las ventajas fiscales que obtienen las empresas por crear fundaciones. En España hay colecciones privadas que figuran entre las 200 más relevantes del mundo.

Ante este marco, debemos preguntarnos quién debe ejercer la titularidad de las obras de arte. Para responder, hay que considerar que el objetivo general debe ser el disfrute de todo el público de la mayor parte de este patrimonio colectivo y que es fundamental poder garantizar la conservación de las obras. Dejando a un lado el caso de la Iglesia, institución que mayor patrimonio artístico posee, es evidente que sería deseable que el Estado ostentara la titularidad de las grandes obras, los restos arqueológicos y buena parte de los edificios singulares. En efecto, la resolución del expolio del tesoro del pecio Nuestra Señora de las Mercedes, perteneciente a la Armada Española y hundido en octubre de 1804, a cargo de la empresa estadounidense Odyssey, o la recuperación de once de las 16 obras robadas (mapas y otras piezas) de la Biblioteca Nacional, sin olvidar la recuperación de miles de piezas de yacimientos arqueológicos, reafirman este deseo. Más cerca, podemos recordar las inversiones en compra de obras de arte de la Junta de Andalucía en 2007 y la protección ejercida sobre edificios BIC (se están catalogando más de 1.000 obras arquitectónicas del siglo XX en Andalucía).

Una fórmula híbrida es la que el Estado puede alcanzar con grandes coleccionistas, caso de los Thyssen, que ceden de forma temporal sus obras de arte para una gestión semi-pública, garantizando el disfrute colectivo de piezas de gran valor. También la iniciativa privada se está implicando en la rehabilitación de edificios históricos junto a administraciones públicas y ciudadanía (el último caso, el intento de recuperación de la Iglesia de San Pedro de Alcántara y la capilla de la Orden Tercera Franciscana, dos joyas del barroco sevillano). Además, son muchos los pleitos abiertos por las Administraciones contra los dueños de edificios singulares para su expropiación, caso del Palacio Franciscano de los Cobos, edificio mandado a construir en el siglo XVI por el secretario del emperador Carlos V y en manos de la Fundación Casa Ducal de Medinaceli, pese a los diez años de pleitos con el Ayuntamiento de Úbeda.

Pero, ¿qué ocurre con los pequeños coleccionistas particulares? La tendencia es que el Estado tenga la opción preferente de compra en los casos de subastas de obras artísticas, si bien nadie puede evitar -ni se pretende- que piezas de gran valor se mantengan en manos de coleccionistas circunstanciales o que muchas personas posean piezas de gran valor recibidas por herencia familiar. Aunque la legislación es muy complicada en este sentido y la expropiación sería complicada y quizá inapropiada, debería subyacer la tendencia al disfrute colectivo del arte. Dicho sea de paso, también éste debe ser el objetivo principal de las administraciones, que no pueden cerrar sus museos en días festivos, como ocurrió el pasado 1 de mayo con el Bellas Artes de Sevilla, dejando fuera a propios y extraños.

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