Sí, no, sí, no, sí, no. Ferrán Adriá no acaba de aclararse. Parece que la próxima temporada será la última -¿de momento?- de El Bulli; según muchos el mejor restaurante del mundo.

No sé para ustedes, pero para mí era la crónica de una muerte anunciada. Voy a aparcar la polémica sobre el tipo de cocina que el maestro Adriá hace, sus consecuencias en nuestra salud o la intromisión de la industria alimentaria en el fenómeno de la cocina molecular. Me centraré en el aspecto empresarial.

¿Qué empresa es capaz de reinventarse en la totalidad cada año? ¿Las de moda? Pues si es así, las empresas de otros sectores que la imiten estarán también sujetas a los vaivenes del mercado y los caprichos de los clientes.

También se parece el Bulli -siempre según sus propietarios- a la moda en que pierden dinero cada año, mucho dinero; se habla de medio millón de euros por temporada, cantidad que, si la dividimos entre los seis meses que abre al año, da una cuenta de resultados negativos de casi noventa mil euros al mes, tres mil euros al día; y eso es mucho dinero. Claro que nada dicen de los beneficios "colaterales" que la marca Adriá les reporta.

Y me pregunto yo: ¿Ya no llena El Bulli a diario? ¿Por qué airean ahora esas cifras negativas y no antes? ¿Es Ferrán Adriá mortal como los demás y también le ha afectado la crisis? Pues, para serles sinceros, ni lo sé ni tampoco me importa demasiado. Lo que sí quisiera es extrapolar esta noticia hasta otros sectores de nuestra vida. Vale, también pueden ustedes llamarlo elucubración.

Adriá vs. la cocina tradicional. La deconstrucción frente a la comunión (común unión) de los ingredientes de un guiso. Lo virtual frente a lo real, reflejo de la España que nos está tocando vivir últimamente. Ingeniería financiera para vestir operaciones multimillonarias con la connivencia de los bancos. Empresarios sin escrúpulos que ayudaron a montar tan monumental pastel. Cargos públicos, sindicatos y asociaciones empresariales que miraban para otro lado porque los números eran bonitos. Ciudadanos de a pie que aceptamos el engaño aun  a sabiendas en nuestro subconsciente que ese vertiginoso carrusel no resistiría demasiado tal velocidad sin descuajaringarse. La historia se repite. Todo un pueblo, todo un país, toda una civilización dejándose engañar, viviendo una fantasía fatal y creyéndose los reyes del mambo. Quizás sea una exageración, pero no puedo evitar que se me venga a la cabeza la caída del imperio romano. Pan y circo hasta que llegaron los bárbaros.

¿Quiénes serán nuestros bárbaros contemporáneos? ¿Estamos todavía a tiempo de parar, mandar y templar? ¿Seremos capaces de auto convencernos de que es necesario, imprescindible, bajar algunos escalones durante cierto tiempo aunque sólo sea para tomar impulso? ¿Incluso aunque se nos diga que ya nunca todo volverá a ser lo que fue?

De nosotros depende. De nosotros y de los que nos gobiernan, tanto en los cargos públicos como en la sombra. Mientras tanto no habrá quien nos quite a algunos la sensación -desagradable y amarga sensación- del tiempo y las oportunidades perdidas cuando el viento soplaba a favor.

Ahora, más que nunca, es cuando hay que ser empresarios de verdad.