Los que tuvimos la gran dicha de conocerle todavía no nos hemos repuesto de su pérdida. Fue el director de mi colegio y mi profesor de Química. Fue uno de los docentes más queridos del centro. Fue un pedagogo excepcional. Fue un buen hombre; un muy buen hombre, al que después de salir del colegio seguí tratando desde mi posición de padre de alumnos y de pertenencia a la asociación de antiguos alumnos, y, si buen recuerdo de él tenía de mis años de estudiante, mejor me ha quedado como contertulio y compañero de reuniones y viajes. Siempre humilde. Siempre conciliador. Siempre generoso.

Les estoy hablando de don Luis Rey Romero, director del colegio san Francisco de Paula de Sevilla, y, a pesar de todos los elogios y homenajes que ha suscitado su reciente y dolorosa pérdida, hay un aspecto suyo del que no he escuchado nada: el de empresario, porque, además de director, fue propietario del colegio y tenía que combinar la excelencia en la enseñanza con la rentabilidad de una empresa de la que viven muchas familias incluida la suya; y todo ello en el peor de los marcos posibles.

A don Luis Rey Romero le tocó bailar con la más fea en plena transición política. Evitar que se llevaran el colegio del centro de Sevilla como ocurrió con tantos otros. Sortear intrigas que atentaban contra la idiosincrasia del centro. Convencer a cientos de padres de que era mejor seguir pagando la cuota mensual antes que comer del regalo envenenado de las subvenciones, etcétera. Y así hasta llegar a Madrid, al ministerio del ramo, a decirle al mandamás su frase más célebre cuando pusieron en duda sus instalaciones: "Un colegio no son sus ladrillos".

A don Luis Rey Romero le precedió su padre, don Luis Rey Guerrero, y le sucedió su hijo, don Luis Rey Goñi, dos grandes -grandísimos- pilares sobre los que él tendió un gran puente; un puente sobre las turbulentas aguas de la especulación, la vulgarización y la traición. Un  puente que ha permitido que siga existiendo un colegio laico, liberal e independiente en el que los que queremos lo mejor para nuestros hijos podemos confiar. Sin incensarios ni politiqueos. Con la verdad por delante.

A pesar de la pena soy muy feliz, porque me siento un privilegiado por haber compartido con él tantos años y vivencias.