Está claro que la cocina es un arte, y como tal, está sujeto a modas, vaivenes y tendencias. Claro que, como tal también, hay clásicos que siempre estarán presentes, al igual que sucede en la pintura, la escultura, la arquitectura, etcétera.

En mi gremio, lo clásico no se lleva mucho últimamente; es más, a los ojos de muchos críticos actuales y otros santones del tema, el clasicismo es casi un pecado, una rémora. Desde sus modernos ojos no alcanzan a comprender que ese clasicismo no significa un continuo calco de lo ya establecido, sino que puede estar sujeto, perfectamente, a interpretaciones o recreaciones. No se debe confundir a los ortodoxos con los copistas. Un ejemplo: la novena sinfonía de Beethoven es la misma la interprete quien la interprete. Los mismos pentagramas. Las mismas notas y en idéntica colocación. Partituras exactas. Y sin embargo no suena igual según la orquesta o el director. Pues en cocina pasa igual.

Otro grave error es confundir lo moderno con lo extravagante. El ‘todo vale' con tal de que sea diferente está haciendo mucho daño en la hostelería. Hay nombres de recetas que rozan el ridículo. Los platos redondos están casi prohibidos en la ‘alta gastronomía'. Los cocineros y camareros han de vestir de riguroso y negrísimo luto, como si tuviesen que velar a la pescadilla que trajeron por la mañana. Los primeros deben ser genios y actuar como tales. Los segundos hieráticas cariátides a los que casi te da miedo pedirles un salero. "¿Es que no está buena la lubina?" -te replican casi rugiendo-. Y tú achantas ‘la mui' y te retiras a tus cuarteles de invierno por si las moscas.

A pesar de todo esto, la palabra "arte" del título de este artículo no se refiere al culinario, sino al fotográfico. Me explico. Soy asiduo devorador de suplementos dominicales de periódicos y de sus correspondientes páginas de gastronomía, y hay veces, se los juro, en las que sudo tinta de calamar para identificar las recetas: "Sepia con arroz y calabazas asadas" -leo-. Y, por mucho que miro y remiro la imagen, ni veo la sepia, ni distingo el arroz, ni identifico la calabaza. "Me habré equivocado de foto", pero qué va. Es esa. Preciosa, eso sí, una auténtica obra de arte sus colores y volúmenes, pero se me queda la misma cara de ‘gili' que delante de un cuadro abstracto sin libro de instrucciones.

Hablando un día del tema con un profesional del obturador me dijo: "Es que esa es la gracia, desconcertar al observador; hacer que vuele su imaginación". Me callé, claro, no por convicción, sino por educación, y me volví a mis peroles dándole gracias a todos los santos porque la editorial Almuzara, para mi primer libro ‘Recetas con Historia' -no se lo pierdan, palabra de Umbral (mi librooooo)-, hubiese escogido como fotógrafo al genial Manolo Manosalbas que hizo que el cordero a la miel pareciese cordero a la miel y el tocinillo de cielo salido de los mismísimos pucheros de la cocina de los ángeles. ¡Va por ti Manuel!