Una vez más viene con retraso el tren de todos los días. Un regional de RENFE que cuando no es por "h" es por "b", pero consigue siempre hacerme esperar y desesperarme porque una vez más convierte a un fiel entusiasta de la puntualidad en uno que llega con retraso al trabajo. Serán daños colaterales o formas locomotoras del pecata minuta. Lo cierto es que espero y me retraso por culpa de unos trenes que se resfrían más que el centinela del Palacio de Buckingham. Cuatro gotas de lluvia le aminoran el paso, y le quitan la fuerza. Acostumbrado ya a echarle toda la paciencia que haga falta y a esperar un mundo mejor en el futuro, con catenarias nuevas, doble vía y alta velocidad – en lo posible-, me dispuse al ejercicio estoico de dar tiempo al tiempo y para entretener la espera me puse a pensar. Total, era una inocente forma de romper con el refrán de que "el que espera desespera", y de echarle a esto de RENFE -que es el cuento de nunca acabar- una buena dosis de resignación.

Aguantando erguido y a pie parado en el andén, hilvané cuatro pensamientos, sin caer en la cuenta de lo perjudicial que un ejercicio así puede ser para el que lo ejerce. Mal negocio es eso de pensar por estas latitudes. Ejercicio que suele ser castigado de mala manera y termina por pasarte factura y situarte en el elenco de las raras avis si lo haces en público y, mucho más, si te da por ponerlo por escrito. Así que desistí de ahondar no fuera cosa que durante todo el día arrastrase un serio dolor de cabeza. Al fin y al cabo, pensé que este artículo aparecería en las proximidades de la jornada de reflexión de las elecciones y no convenía pensar en nada que inclinara la balanza para un lado o para otro. Me senté en un banco del anden, me levanté el cuello de la gabardina para evitarle frío a mi cogote, y entorné los ojos. Entonces imaginé que estaba en la redacción, al abrigo de esta mañana desapacible y fría, que el trote de la doble campaña estaba ya acabando y que entretejía una columna de esta suerte:

Harto de este desierto árido y pedregoso en el que se ha convertido la Campaña Electoral, plagada de navajeros sin escrúpulos, cínicos, manipuladores, mercachifles de tres al cuarto, voceros de tómbolas de feria y encantadores de serpientes de plástico, de voces de uno u otro amo, que me obligan a mirar con lupa, a leer la letra pequeña de un contrato del que lo sospecho todo y a morderme la lengua porque a los Pinochos de turno no les gusta que Pepito Grillo ponga el dedo en la llaga y ponga por escrito sus vergüenzas, o alerte de ellas, o disienta si es el caso o aplique un criterio ético, aunque sólo sea por salvar los pocos muebles sanos que tiene la casa.

Harto estoy de tensiones que estos pescadores que quieren sacarle partido a un río revuelto mantienen; lo hacen a base de ventoleras, para que la captura sea más abundante. Harto de oír la misma cantinela, las mismas frases hechas en el laboratorio hueco de los especialistas en crear letras pegadizas, aunque no correspondan a ninguna realidad demostrable o posible. Harto ya de tanto profesional del teatrillo que no termina de darse cuenta de que lo que para ellos es sólo un párrafo del guión o una parte del papel que representar, para los ciudadanos que soportamos la función, se trata de cosas serias. Y con las cosas serias es mejor no jugar. El hartazgo me rodea la garganta como la corbata que, afortunadamente, me protege de una posible faringitis, porque en el andén donde espero el tren a una temprana hora, corre un fresquito que despabila al más dormido.

Harto ya, como digo, y "harto de estar harto", como diría Serrat, aunque yo no cobre canon por este musiqueo. Harto ya, como hoy, de esperar que el tren que uso a diario para ir al trabajo, llegue con menos retraso del habitual. Harto de que me den largas, de ver cómo se marea la perdiz y de que pierda siempre la misma gente. Comprendo, pues, la hartura de muchos y entretengo la espera con cuatro pensamientos madrugadores, pensando que dentro de unos días me tocará ejercer el derecho a acercarme a las urnas. Y, harto como estoy, de este clima de tensión en el que me han metido, celebraré jubiloso que se haya terminado la campaña, que haya unos resultados y que la suerte nos depare, gane uno o gane otro, una mejor forma de entender la política y de ejercerla. Viendo en estos días las imágenes de María San Gil en la Universidad de Santiago, de Rosa Díez en la Complutense o de Dolors Nadal en la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona, agredidas por ejercer la palabra, por grupos que, no escarmentados por la historia, quieren volver a las andadas e impedir la palabra por la fuerza, crece mi hartura.

Pero estoy aún en el andén y abro los ojos; veo la luz del tren aparecer por el fondo de la vía. Me levanto del banco de madera y pienso en aquellos versos de Blas de Otero que leí en mi ya lejana juventud y producen en mí el mismo impulso de entonces, el de volver a pedir "la paz y la palabra", y desear que fueran "tiendas de paz" mis brazos.

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