Desde luego que no se me ocurriría hacer la defensa del humo, cuyas perjudiciales y dañinas consecuencias están más que demostradas, como tampoco considero conveniente romper una lanza a favor de la comida basura que está arrasando con nuestra sanidad gastronómica, aquilatada por siglos de historia, por una cultura ‘natural’ y sana, y que está acabando con el buen gusto de las jóvenes generaciones cuyo paladar se ha acostumbrado al simplón bocata y a la vulgar hamburguesa. Ni mucho menos, ¡faltaría más!

Pero tampoco voy a secundar la eliminación del derecho de cada ciudadano a elegir de qué alimentarse y qué uso hacer de sus opciones gastronómicas. En todo caso, me sumaría a un programa de educación alimenticia y sanitaria, que desde luego no se corrige con leyes restrictivas, sino con una seria, continuada y sensata educación que los poderes públicos deberían poner en marcha y que ayudase a las generaciones futuras a hacer un uso adecuado de los alimentos, ayudar al desarrollo de su salud, a hacernos cada vez mejores y a conservar un patrimonio en absoluto desdeñable, todo lo contrario. Y a hacerlo con la misma entereza que otras necesarias campañas educativas que fomentaran la tolerancia, alejaran el cáncer de la violencia -doméstica, escolar, viaria, etc.- y que hicieran de la convivencia y del respeto humano, valores asentados en nuestra vida ciudadana. En fin, lo contrario a lo que con frecuencia permitimos, intoxicándonos de violencia en medios que además de entretener, tendrían que formar y que, al fin y al cabo, son hoy día la cátedra en la que todos aprendemos a vivir.

Si no tenemos más remedio que soportar que el Estado se esté convirtiendo en un Estado intervencionista -cosa dudosamente sana y aconsejable-, que intervenga para bien, en ámbitos que no son menos peligrosos que las hamburguesas gigantes. Campo hay y en abundancia.

Pero, la cantada de la ministra Salgado, que si alguien no lo remedia, nos llevará al Parlamento en menos de un mes la ley antialcohol, ha rayado el límite del desequilibrio, el extremismo, la ignorancia histórica, la frivolidad, y el camino a unas consecuencias económicas que un sector como es el del vino ni se merece ni puede favorecerle. Era de esperar la reacción provocada.

Que con tres cubatas en el cuerpo es una imprudencia coger el volante y que puede ser el preludio no sólo de un suicidio sino de un homicidio es algo tan claro como las estadísticas de la Dirección General de Tráfico con las que nos desayunamos todos los fines de semana, los puentes, los periodos de vacaciones y los veranos en nuestras carreteras. Que muchos destrozos callejeros y muchas agresiones tienen su origen en el abuso de bebidas alcohólicas de máxima graduación, consumidas en abundancia, y como única fuente de diversión, es algo tan evidente que no merece la pena ni subrayarlo. Que detrás de todo esto también está una falta de alternativa, un pésimo sistema educativo, un ‘viva la virgen’ social y una falta de compromiso en abrir otros caminos, también es cierto. Porque cuando el río suena, alguna agua debe llevar, y no podemos hacer oídos sordos y después lamentarnos.

Ahora bien, que el vino se convierta en una bebida altamente peligrosa, por arte del Gobierno, es querer rizar el rizo de la exageración. Y, desde luego, desde este tabanco en el que escribo no puedo por menos que ponerme del lado de los agricultores, de los bodegueros, de los Consejos Reguladores y de cuantos en este país, desde muy antiguo, tienen dos dedos de frente. Que me expliquen cómo se casa esto con la actual Ley de la Viña y del Vino, en la que se promueven ayudas al sector y se afirma este producto como alimento natural. ¿En qué quedamos? Los empresarios vitivinícolas deben estar sumidos en la alucinación.

Así que lo que se pretende es limitar la publicidad del vino y, de camino, cortar con los patrocinios de estas bebidas a eventos culturales, deportivos, etc., debe ser matizado ¡No es de extrañar que en el Marco del Jerez, en donde vivo y donde se produce el 90% del vino de Andalucía, estén tirándose de los pelos! Y muchos ya no saben si echarse a reír o ponerse a llorar. ¿No sé que hacía el presidente Zapatero estas Navidades brindando frente a Doñana con una copa de bebida tan altamente peligrosa como parece ser ahora la manzanilla? Se habrá llevado las reprimendas de su ministra por tan mal ejemplo.

Oír voces como las del diputado socialista, José Pliego, presidente de la Comisión de Agricultura y Pesca del Congreso de los Diputados, alivian: “la salud de los ciudadanos -afirmó en Jerez los días pasados- es un valor de extrema importancia pero tiene que ser compatible con que el vino es un alimento con valores cardiovasculares para la salud”.

Aún estamos a tiempo, así que maticemos, maticemos, que ni todo el campo es orégano ni es oro todo lo que reluce. Y vamos a ver si conseguimos llamarle pan al pan y al vino, vino.

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