No es que los que nos dedicamos a estudiar la Historia tengamos más memoria que nadie. Tiempo hace ya que me veo obligado a usar con profusión la agenda para que no me olvide de cosas importantes y la memoria -que es frágil- no me juegue una mala pasada. Lo que pasa es que la mantenemos fresca a base de un ejercicio simple: indagar en el tiempo ya pasado, analizar los hechos y dado que la Historia es maestra, sacar las conclusiones pertinentes y aprender a no repetir errores. Así que cuando vemos que la prensa nos destaca un hecho que ya nos suena de viejo y tiene malos agüeros, se nos abren las carnes. Y es la misma memoria, aquélla a la que hemos renunciado en ese ejercicio estúpido de volver amnésico a todo un pueblo, la que a ratos nos alivia los miedos, con hechos que nos vuelven de nuevo a la esperanza.

Venía barajando estos conceptos camino de mi casa. Conducía mi coche por las calles interiores de mi barrio. Al doblar una curva para embocar una calle -que es de dirección única- reducida a un carril por el aparcamiento de otros vehículos a ambos bordes de la calzada, me vi obligado a maniobrar con rapidez. Un chico joven venía en dirección contraria -dirección que le estaba prohibida con señales de tráfico bien visibles- en su ciclomotor, a una velocidad exagerada, sin casco y sin el más mínimo sentido de prudencia y no digo ya de amor hacia los bienes ajenos, la vida ajena -la del que iba a la velocidad adecuada, en la dirección permitida y sin la menor pretensión de dañar a nadie-, y la legalidad vigente, sino hacia su propia vida. Reaccioné a tiempo y evité la catástrofe. Como premio recibí su insulto, la calificación de viejo -que tampoco lo soy, pero que no me importa serlo, porque quiera o no quiera lo seré algún día- y su afirmación contundente a mi advertencia de que era dirección prohibida, de que él hacía lo que le salía de un sitio del que si mis conocimiento de biología y anatomía no me engañan, no salen desde luego las ideas. Y es que, además de imprudente, era ignorante. Así que siguió en dirección contraria, con un acelerón, brindando al respetable que asombrado miraba desde las aceras, un ‘caballito’, manejando la moto apoyado únicamente en la rueda trasera. Ni tiempo tuve para reaccionar, que al doblar la esquina de mi calle, casi vuelvo a toparme con un automóvil que también desafiaba al código de circulación. Menos mal que el espacio era suficiente y logré hacerme a un lado. También este conductor lo hacía por la misma regla de tres del motorista y, por lo dicho, también a él le salían las ideas de un sitio inverosímil del que yo tengo entendido salen otras cosas. Esta ley de la selva, la habremos aprendido más en las películas del oeste que en una educación cívica que apoye la convivencia, así que tendremos que ir llamando nuevamente al sheriff habilidoso que dispara más rápido para imponer la ley. Mal negocio a estas alturas del siglo XXI.

Así que me pregunto qué está pasando, y si vamos a terminar con más respeto al ibis eremita -que es especie protegida- que a esta especie humana a la que pertenezco. Y me encuentro con un titular en prensa: “Los Juzgados dictaron 24.125 sentencias contra menores el año pasado, tres mil más que en 2003”. O sea, que el futuro no será, por este camino, más esperanzador que este presente.

Desde una foto que campea en mi mesa de despacho unos hermosos ojos negros de trece años, me miran sonriente. Tiene la piel morena y el pelo negro. El otro día, en el colegio, le dijeron “gitana” como insulto falaz, no como denominación de una etnia, que respeto y con la que convivo, aunque no sea la mía. Un día, terminarán algunos insensatos por pretender insultarme diciéndome, español, o europeo, o de cultura cristiana, o canoso, periodista, o escritor, o qué sé yo qué. Y al vecino de al lado le dirán, como insulto, “gitano”, al barrendero “negro”, a la tendera “sudaca”, al albañil “moro”, y al del tabanco “bético”. Y hasta pretenderán marginarlo, excluirlo, vilipendiarlo, agredirlo y mirarlo -en el mejor de los casos- por encima del hombro. Porque es distinto, y porque ser distinto de lo que soy, le hace merecedor de mi desprecio. Y se pasarán el artículo 18 de los Derechos Humanos por el forro, y les importará un bledo la libertad de pensamiento, de religión y la igualdad de raza.

Por eso, me he ido con el pensamiento a Córdoba, muchos años atrás. A aquella Córdoba en la que el obispo mozárabe escribe el Calendario de Córdoba, y lo dedica al Califa musulmán, en donde Hasday ibn Saprut, que era judío, servía en un cargo de confianza a Abderramán III y curaba al nieto de la reina Toda, de Navarra, que era un rey gordo y comilón, cuyas hechuras no le facilitaban acceder al trono cristiano de León. Por eso, mi noticia del mes, la que quiere ocupar el fondo de esta página no puede ser otra que la de la celebración en Córdoba -en la actual Córdoba nuestra- de la Conferencia de la OSCE sobre el antisemitismo y otras formas de intolerancia. Un reconocimiento a la Historia y un homenaje a la convivencia. Junto a un “que no se repitan los errores”. Recordar y poner en valor es cosa sana, en este western que nos estamos montando, para mal de todos.

Y por eso agradezco al parodiado Ministro de Exteriores, que citara a Al-Zubaydi, un sevillano del siglo X, afincado en la corte cordobesa de Al-Haken II, que tuvo la valentía de poner por escrito, una verdad del tamaño de una catedral: “el mundo entero en toda su diversidad es uno, y todos los hombres son vecinos y hermanos”. La historia nos demuestra que cada vez que se nos olvida, el drama, la injusticia, y la catástrofe, se convierten en protagonistas de nuestra película. Para mal de muchos.

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