En el siglo XVII era corriente en Holanda simbolizar el mes de noviembre por la representación de escenas de carnicería. La matanza y el salazón de la carne, de cerdo o de buey, daba lugar cada año a fiestas de regocijo: se almacenaba la mayor parte de la carne en previsión de los difíciles meses de invierno mientras que, de momento, se invitaba a la familia y a sus vecinos a una franca parranda. Inscrito en el ciclo del tiempo y en las prácticas de la vida cotidiana, este tema podía fácilmente reemplazar las imágenes de los trabajos en el campo, que solían pintarse antiguamente en los libros de horas. Al igual que los temas medievales, estas imágenes justificaban la descripción de hechos y gestos de la vida ordinaria que se apreciaba en las escenas de género, cada vez más numerosas desde finales del siglo XVI.

El cuadro de Rembrandt, pintado en 1655, forma parte pues de una tradición bien afincada. No obstante, esta obra se distingue claramente del tipo de composición habitual que, en otros artistas, equilibraba la parte de los diferentes motivos: los personajes, que se afanan con sus utensilios o discuten, el decorado de la cocina o del patio, la naturaleza muerta. Lo que permitía reconocer los elementos habituales de una escena cotidiana se resume aquí en la imagen, en primer plano, de una osamenta sanguinolenta.

El animal, aunque visto de cerca, no muestra sin embargo ningún detalle preciso. Hace ya tiempo que Rembrandt abandonó la manera fina de sus inicios y no se preocupa ya de dibujar formas aprisionándolas en el interior de un contorno. Con grandes pinceladas, las deja que se desborden, como para mejor señalar la potencia de una materia que se niega a someterse. En el caso presente, el aspecto indiferenciado de un magma pardusco y blanco sucio traduce, como una evidencia, el choque visual que puede experimentarse cada día, confrontado inmediatamente a tal objeto. La masa de carne confusa, los colores revueltos no constituyen sencillamente una prueba de la virtuosidad sugestiva de Rembrandt, sino que señalan el momento singular en el que se ve sin comprender, en donde la mente no ha tenido todavía tiempo de identificar lo que perciben los ojos.

La finalidad del pintor no consiste en describir las realidades del mundo, sino de restituir el desconcierto de ese mundo que afrontamos…
Su visión cercana amplifica todavía más las potencia dramática del tema; la mirada del espectador queda como aprisionada, atrapada por la posición central del animal. Lo que hubiere podido ser simplemente una naturaleza muerta como otra cualquiera choca con la sensibilidad hasta rozar la repugnancia…, o la compasión. Pues el buey desollado, exhibido de esta forma, adquiere la dimensión de un retrato. Su soledad le humaniza, hace de él un emblema. Esto explica por qué se ha querido ver en esta pintura la imagen de otro mártir, una alusión a la Crucifixión.

En este juego de imágenes y significados entramos en un mecanismo propio a Rembrandt: el de la conciencia que se abre a una verdad distinta, pero que lo hace poco a poco y casi de manera subrepticia, sin que estemos preparados para ello. Más allá del objeto ordinario, por una especie de transparencia, se revela una segunda dimensión. El pintor presenta una imagen anodina, ingrata. Se descubre en ella una substancia inesperada y grave… Nos dice que, en el fondo, nada es anodino y que solamente tenemos que abrir los ojos.

Cualquiera que sea, por otra parte, el tipo de reflexión que del cuadro se desprende, una composición así da cuenta de un fenómeno con frecuencia experimentado: miramos algo sin verlo realmente, el espíritu pasa de largo. Los ojos fijos en un objeto que conocemos bien, que se ha visto mil veces, de repente, parece que abandonamos el dominio estricto del aquí y el ahora. Algo viene a turbarnos. Detrás de esta cosa familiar, uno imagina, adivina… La angustia no está lejos, un abismo se entreabre… Y luego, con la misma rapidez con la que apareció, esta sensación desaparece. Todo es normal… la muerte no está tan cerca… ¿en qué estábamos pensando?

Todo ocurre aquí en el cuadro, que se calma instantáneamente cuando esta pequeña dama, a la derecha, asoma su cabeza por una ventana. La dama nos habla y poco importa lo que diga, el simple sonido de su voz hace bascular el mundo de nuevo en la trivialidad más tranquilizadora. Rembrandt, con el arte consumado del director de escena, la guardaba en reserva, en la sombra Y si acabamos apenas de verla, es porque, en realidad, entra en ese mismo instante en el cuadro…

francoisegall@aol.com