La bella está tumbada y nos mira con las más perfecta indiferencia. Si su rostro no deja transparentar nada, el turbante que cubre su cabeza y los objetos que la rodean nos indican, en cambio, que se trata de una de esas lejanas criaturas orientales que languidecen en su harén, inaccesibles y tal vez por ello objeto de fantasmas…

Para el público del siglo XIX era todavía inconcebible que se pudiese pintar un desnudo que no estuviese justificado por un tema mitológico: diosas, ninfas y náyades eran las únicas que, desde tiempos inmemoriales, tenían el privilegio de mostrar sus cuerpos desvestidos… Dado que encarnan la idea de la Belleza en la tradición clásica no son por supuesto verdaderas mujeres, y por ello no pueden chocar la sensibilidad del espectador. El sentimiento de decencia quedaba a salvo, y las desnudeces podían acumularse con perfecta impunidad en las paredes de los Salones. Sea cual fuere la sensualidad más o menos desenfrenada de las imágenes, el argumento antiguo era suficiente para cubrir las apariencias en una sociedad que exigía que toda mujer “como es debido” se mostrase ensombrerada y vestida desde la barbilla hasta las puntas de las botinas.

Sin embargo, desde las campañas napoleónicas, el sueño se había ampliado a otros horizontes. No se trataba ya únicamente de buscar un exotismo en el tiempo sino también en el espacio. La imagen que se tenía de los lejanos países orientales, el brillo de sus luces y la riqueza de sus colores, venía a añadirse ahora al repertorio clásico habitual. El exotismo hechicero ofrecía ahora una alternativa a la pureza glacial y algo rutinaria de los habitantes del Olimpo.

En lo que toca a la pintura, el Oriente iba a constituir el lugar de la transgresión por excelencia. No importa que las figuras representadas tuviesen poco que ver con la realidad. La Gran Odalisca pintada por Ingres sólo tiene de oriental, como se ve, los elementos que la adornan. En realidad, nadie pretende ver en ella una imagen documental, una crónica creíble del Oriente. Basta con representar o sugerir algunos accesorios, como sucede por lo demás con los mitos grecorromanos, para que la obra sea válida. Sin ningún punto común -¿cómo podría ser de otro modo?- con las honestas burguesas que visitan el Salón cogidas del brazo de sus esposos, las bellas orientales apenas si son mujeres… a lo más son consideradas como las representantes de costumbres extranjeras, turbadoras si se quiere, pero tan lejanas y extrañas que hasta el público más pudoroso puede mirarlas con cierta indulgencia…

Pero Ingres, gran soñador de formas, que en realidad nunca había ido más allá de Nápoles, no se contenta con inventar su propio Oriente, sino que además recompone el cuerpo como le viene en gana. Y para ello, decide ignorar sencillamente las reglas elementales de la anatomía. Uno de sus alumnos, al observar obra, declara ásperamente que la figura es a todas luces imperfecta, puesto que “tiene tres vértebras de más”. La frase se hizo célebre y resume un malentendido persistente en la interpretación de la imagen pintada. Es muy cierto que esta mujer, si fuese real, sería efectivamente deforme: sus tres vértebras en exceso -o quizá más- dan a su espalda una longitud desmesurada. Su brazo, de una delgadez extrema, tampoco se adapta a la proporción admitida. Su hombro aparece curiosamente retraído mientras que bajo la axila desborda un seno. El muslo derecho tiene tal anchura que apenas podemos imaginar la silueta de la bella una vez de pié, suponiendo que la cadera izquierda fuese simétrica. En cuanto al muslo izquierdo no estamos muy seguros de que se pueda acoplar al resto del cuerpo… Ingres no ignora por supuesto nada de esto y en realidad poco le importa: pues no se trata de una verdadera mujer, sino de una pintura para la cual ha recreado una mujer… Y así se comprende que lo ha sacrificado todo a la longitud de un arabesco, que la curva que va de la cabeza hasta la cortina no busca la exactitud de una descripción sino la equivalencia de un contacto carnal.

Basta con acariciar a un gato para comprender lo que ha sabido pintar Ingres con total independencia de espíritu: bajo la palma de la mano, el lomo del felino se estira hasta lo improbable, se curva para prolongar el placer del tacto. El gato, entonces, no es ya un animal ordinario, sino que se convierte en una abstracción. Como si al tocarlo lo redibujásemos.

Esta odalisca no existe: no fue nunca una mujer. La figura inventada por el pintor sólo está ahí para encarnar el recorrido de una caricia. Más que un gesto, traduce la verdad de una sensación, la intensidad de un ritmo retenido… Pues la realidad visible no tiene mayor relación con el cuadro que un tratado de anatomía con los secretos del deseo…

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