La imagen del dolor forma parte del repertorio tradicional de la pintura. Basta con observar todos los Cristos crucificados que se han representado desde la Edad Media, las lamentaciones al pie de la Cruz, o las múltiples escenas de mártires que proliferaron en la época de la Contrarreforma… La resignación o el espanto, los gestos de desesperación, las miradas perdidas y las manos retorcidas, los cuerpos convulsionados en las llamas del infierno, los abismos de horror en los que se ven inmersas las madres de los santos inocentes, asesinados bajo sus propios ojos… nada de todo ello puede sorprender al visitante familiarizado con los museos, y menos aun al devoto que reza en las iglesias al pie de un cuadro que probablemente ni siquiera mira… Estas imágenes no pueden impresionar al que conoce la función para la que fueron creadas en la imaginería cristiana, es decir, recordar a cada cual que el sufrimiento, constante en este mundo, es inevitable y solo constituye un paso hacia el reino celeste y sus recompensas eternas.

Los pintores, en este sentido, tuvieron siempre la preocupación de mostrar el dolor aureolado de belleza. Sea cual fuere la profundidad de su tormento, las figuras no dejan por ello de ser nobles, a veces hieráticas, a fin de que se conciba de antemano la felicidad que se les reserva. La gravedad, la grandeza y el desapego de los personajes muestran que hubiesen podido soportar aun más si hubiese sido necesario. Crucificados, quemados, descuartizados, martirizados hasta el alma, a lo sumo se permiten algunas lágrimas, un simple desfallecimiento, apenas un desmayo.

Liberada del contexto religioso, la pintura ha conservado esa tenaz costumbre de la elegancia a toda costa, hasta llegar a la teatralidad desbordante del academicismo del siglo XIX… La serena agonía y el pesar lancinante, los amores traicionados y la soledad sin remedio, todo ello colgado en las paredes de los salones burgueses, sin ánimo de molestar a nadie. Resultaba fácil y tranquilizador olvidar todo lo que esas imágenes significaban en realidad…

Picasso rechaza esa mentira piadosa, manda al diablo los artificios y las conveniencias: su “Mujer llorando” parece un espejo hecho añicos cuyos fragmentos se hubiesen reunido de manera torpe. Los colores no buscan la armonía, sino la discordancia. Todo es puntiagudo, agresivo, casi amenazador. Es posible que el espectador habitual considere este cuadro demasiado feo para que su contemplación resulte agradable. Y casi tiene razón, pero sólo casi; pues la fealdad no reside en el cuadro mismo, ni en la mujer, que es horrible, ni siquiera en la mente perversa del pintor: es el sufrimiento, en realidad, el que resulta feo, horrible y perverso. Esta mujer parece un monstruo porque su dolor es monstruoso. No se comprende nada de tal rostro porque ella misma no comprende nada de lo que le sucede. El horror no es ella, sino lo que el dolor hace de ella. Se siente asolada, rota, todo la hiere, la aturde, su pañuelo le desgarra el rostro, sus lágrimas le perforan las mejillas. Su sombrero, torcido, corona un rostro dislocado. Hermoso sombrero que parece ahora irrisorio. Cuando se lo puso, hace un instante o unas horas, no podía prever que no sería apropiado para las circunstancias… Se deseaba hermosa y ahora parece absurda. Nos gustaría quitárselo delicadamente, para que al menos no resultase ridícula… Pero Picasso la ha querido así, vulnerable, humillada.

Y de ahí un malentendido: cuántas veces hemos oído y leído que este tipo de imágenes eran la prueba evidente de la “perversidad” del pintor, capaz de tratar así el rostro de las mujeres… ¿Somos aun incapaces de comprender la humanidad de que tuvo que dar pruebas el artista para producir tal imagen? No siente lo que soporta esa mujer, pero sabe lo que quiere decir el sufrimiento y lo que pinta es la sensación del dolor. Se mete literalmente en la piel de esta mujer para plasmar el escándalo de su desgracia. Con el, el sufrimiento del otro no es ya un espectáculo. Es intolerable porque el ser testigo lleva a uno mismo a su propio dolor. Contemplar este cuadro es hacer la experiencia de la compasión, en su sentido propio: es sufrir con ella, vivir como ella, al mismo tiempo, y no importa por qué, y sentir el mismo desplome.

A falta de ello, el espectador no puede ser sino mero espectador, como el que mira las fotografías de las atrocidades de la víspera en los periódicos o en los reportajes televisivos…

Picasso, al pintar esta obra emblemática nos ha privado del derecho a la indiferencia ante las imágenes con el pretexto de que no son más que imágenes… Es una de las cosas vitales que le debemos.

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