Hace algo más de veinte años, el Museo del Prado presentaba una exposición consagrada al Greco. Desde hace unas semanas el Metropolitan Museum de Nueva York y la National Gallery de Londres* organizan a su vez una manifestación que permite conocer y valorar la evolución del gran maestro toledano. Junto a sus obras de madurez figuran en esta exposición unas tablas, recientemente identificadas, pintadas en Creta durante sus años de formación. La coherencia general de la obra se ve ampliamente ilustrada por este tipo de manifestaciones.

La mirada que solíamos posar sobre la obra de este artista tan singular se ha visto sensiblemente modificada en el curso de estos últimos decenios. La originalidad de sus figuras alargadas, de proporciones contrarias a todas las reglas de la anatomía, parecieron durante mucho tiempo indicar una mente febril, inquieta, indiferente a la dimensión terrestre de las cosas. Se veía en ellas sobre todo los signos de una visión interior atormentada, atravesada por una luminosidad macilenta. Llegó a decirse incluso a este propósito que el pintor había visto un día un rayo atravesando su taller y que esa luz le obsesionó de tal manera que no se cansó ya nunca de intentar interpretarla: ésta sería pues la razón por la que todos los cuadros del Greco están habitados por la nostalgia de un cielo borrascoso, en el preciso instante en el que las nubes se rasgan y la tierra se abrasa…

No es nada probable que ello sea cierto, pero habrá que reconocer que indica en profundidad una dimensión verdaderamente específica de la pintura del Greco. Pues cada una de sus obras pone en evidencia una imagen de lo imposible, o al menos de la excepción: sus personajes etéreos, que no parecen gobernados por ninguna ley natural, son la más clara expresión. A priori, la relación existente con las obras de sus inicios, que no son otra cosa que iconos, parece más bien lejana, como si el pintor hubiese operado una radical transfiguración entre su estilo de juventud y el de sus obras más conseguidas y célebres. De una parte, imágenes estáticas, verdadera celebración de una inmovilidad que equivale plásticamente a la eternidad divina. Y de otra, unos cuadros como agitados de convulsiones, de estremecimientos que distorsionan los cuerpos.

Todo semeja oponerlos. Pero a poco que nos fijemos tal vez podremos descubrir que más allá de la apariencias, y cualquiera que sea el tipo de expresión -determinada o no por fundamentos sagrados- la posición del pintor frente a lo invisible permanece idéntica. Su estética se sitúa resueltamente fuera de la formas de la naturaleza: no pretende representar el mundo visible, sino de distinguirse de él. Ya se sabe que el valor del icono se afirma tanto más cuanto que es capaz de reproducir de la mejor manera posible un arquetipo y sólo ello determina su relación con lo divino. Pero aunque esta exigencia fundamental del arte bizantino desaparece en las obras posteriores del Greco, no por ello se ve reemplazada por una imitación pura y simple del mundo exterior.

Los retratos que hicieron la reputación del pintor en Toledo denotan sin duda una voluntad de parecido con sus modelos, necesaria en el género; pero en los que siempre es posible discernir la estilización característica de la pintura bizantina. El rigor geométrico que subyace en los rostros y los gestos de los personajes, trabajados en profundidad, les procura una estructura que sobrepasa la verosimilitud anatómica. Vistas de cerca, las pinceladas ligeras, aparentemente más libres, dejan aparecer un dibujo de conjunto, tan etéreo como las emplumadas alas de un pájaro. El Greco continúa de este modo asimilando cada figura individual a un esquema abstracto que la sobrepasa. No se debe comprender necesariamente en términos religiosos, aun cuando la formación del pintor podía inclinarlo a tal actitud. A medida que pasan los años, su opción intelectual parece cada vez más clara: la pintura no refleja una realidad, sino que más bien propone una alternativa. La insistencia de las verticales de los rostros, las líneas serpentinas de los cuerpos, el alargamiento de sus miembros y la disolución de las siluetas no aportan nada a la credibilidad de las imágenes: son, al contrario, los signos reiterados de una pertenencia a un mundo diferente, un mundo en el que resuenan algunos ecos del nuestro, pero que en el fondo no le deben gran cosa. El Greco fue en otros tiempos considerado como un artista místico, cuyas pinturas materializaban sus visiones… Hoy en día se comprende mejor cuál fue la preocupación constante de esta última figura del Manierismo europeo: crear un mundo en el que la belleza, la luz y la carne se verían liberadas de su definición común, un espacio totalmente sometido al intelecto y de una libertad altiva.