Con el nuevo museo Picasso de Malaga, Andalucía se incorpora de forma brillante a la modernidad y llena un vacío sensible. Pues si Cataluña y Francia poseían ya sus propios museos de Picasso, su ciudad natal no había conseguido nunca cumplir los deseos expresados tiempo ha por el propio pintor. Pues bien, esos deseos se convirtieron al fin en realidad y a partir de ahora puede ya seguirse el itinerario de toda una vida entre Málaga, Barcelona y París: tres ciudades, tres museos que poseen cada uno de ellos una fisionomía original y unas colecciones igualmente suntuosas. El museo de Barcelona, inaugurado en 1963, expone la obras de los principios, pero también la famosa serie de las Meninas, pintada en 1957, en homenaje a Velázquez. Desde los cuadros sensatamente académicos del pintor de quince años hasta los lienzos impregnados de esa formidable libertad del hombre maduro, se puede descubrir cómo Picasso se ha ido desembarazando de todos los hábitos visuales, de todas las certidumbres del oficio tradicional. El museo de París, que reúne las obras adquiridas por el Estado francés en concepto de donación (es decir, como pago de los derechos de sucesión), presenta un recorrido cronológico completo desde 1900 hasta las figuras salpicadas de colores de sus últimos días. Los lienzos, que formaban parte de la colección personal del artista, “los Picasso de Picasso”, ofrecen pues al visitante el privilegio de admirar algunas de las obras que fueron tan significativas para el pintor que nunca quiso desprenderse de ellas.

El museo de Málaga, por su parte, acoge la prestigiosa donación de unas 130 obras, procedentes de la colección de Cristina Ruiz Picasso, la viuda del hijo mayor del artista y de Olga Kokhlova, Paulo, fallecido en 1975. Su hijo Bernard prestó igualmente 49 obras para la apertura del museo. La pintura, la escultura, el dibujo y el grabado se hallan representados en el museo, así como la cerámica, abarcando todas las técnicas utilizadas por el gran artista…

Algunas de estas obras, como el retrato de Paulo con gorro blanco, pintado en 1923 o el de Olga con mantilla, en 1917, revisten desde hace tiempo un carácter mítico, a la vez por su clasicismo intemporal y por su dimensión intimista… Estas imágenes se integran admirablemente en el espacio del palacio de Buenavista, una de las más notables realizaciones arquitectónicas andaluzas del siglo XVI. Pero también las obras tumultuosas de periodos más tardíos encuentran aquí un marco perfecto: Picasso quiso siempre vivir en este tipo de lugares, ricos de una larga historia, impregnados de una solemnidad patinada por el tiempo. Esta es la razón por la que siempre se ha preferido celebrar su obra en edificios antiguos que ofrezcan un contraste estimulante con la perpetua novedad de las imágenes. Así, el museo de Barcelona ocupa varias mansiones medievales de la calle Montcada, mientras que el de París se halla situado en un palacete particular del siglo XVII.

La contradicción es sólo aparente y se esfuma totalmente si se tiene en cuenta hasta que punto Picasso ha sabido revolucionar las categorías estéticas. El nuevo museo de Málaga ofrece la posibilidad inestimable de verificarlo en cada una de sus salas, de una presentación límpida. Parece como si el pintor hubiese tenido acceso, desde el principio, a todos los vocabularios plásticos, utilizando uno u otro, inventando lo inexistente, con una sola finalidad, siempre la misma: llegar hasta lo más hondo de la experiencia humana.

En cierto sentido, pasado y presente se confunden en la obra, al igual que se combinan en ella lo visible y lo invisible, lo conocido y lo impensable. Picasso toma sin duda del arte catalán los grandes ojos maravillados de los Cristos majestuosos; pero esos ojos son también los suyos… Se inspira en Rafael o en Ingres para crear los arabescos lánguidos de sus macizos desnudos de los años 20; pero esas formas generosas son también las de las mujeres que comparten su vida. El espectáculo de la naturaleza, las pinturas del pasado y las otras, los sentimientos ocultos, los deseos dementes, los sueños en los que uno se sumerge, las angustias que trituran los cuerpos y los devoran, todo es, sin excepción, materia para el pintor… no un modelo para imitar, sino una tierra que roturar, propicia para la metamorfosis.

Nunca satisfecho de las simples apariencias, Picasso desmonta minuciosamente la realidad como una máquina, la vuelve al revés como un guante, borrando las pistas como la memoria y los fantasmas, encontrando en sí mismo, a medida que el tiempo avanza, el maravilloso balbuceo de los primeros gestos… El cuadro se convierte en el objetivo de un combate entre la experiencia y la necesidad: cómo pintar, cómo modelar como si abriese los ojos por primera vez, cómo revivir este segundo de intensidad absoluta que ningún artificio ha podido todavía corromper…

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