Los primeros 10 años de vida del euro han sido tranquilos. El importante reto técnico de sustituir las monedas nacionales por euros fue superado de forma sobresaliente, el Banco Central Europeo (BCE) consolidó rápidamente una gran credibilidad y los Pactos de Estabilidad y Crecimiento acordado en 1997 funcionaron relativamente bien, imponiéndose una relativa disciplina a las políticas fiscales nacionales. Además, ante el estallido de la crisis subprime estadounidense a mediados de 2007 y de la crisis global en septiembre de 2008 el euro se ha comportado bastante bien, siendo un paraguas de estabilidad para casi todos sus Estados miembros.

A pesar de que la crisis puso de manifiesto debilidades en su estructura de gobernanza, la propia existencia de la moneda única fue suficiente para evitar ataques especulativos, devaluaciones competitivas, escaladas proteccionistas y conflictos diplomáticos, que en el pasado habían sido las reacciones habituales de las potencias europeas ante las crisis económicas. Sin embargo, cuando todo parecía indicar que las economías europeas comenzaban a dejar atrás la crisis, aparece un nuevo terremoto financiero con epicentro en Grecia, país que tiene una deuda pública que supera el 13,4% de su Producto Interior Bruto (PIB) en 2009 y un déficit fiscal del 12,7%, del PIB, que excede con creces lo que la Unión Europea puede permitir a sus países miembros.

La adopción del euro no fue una decisión incontestada. Muchos economistas alertaron de que Europa no constituía un área monetaria óptima. Eso significaba dos cosas: que las economías del continente eran demasiado diferentes entre sí como para que una única política monetaria fuera apropiada para todas ellas; y que no existían en Europa mecanismos alternativos que pudieran suplir la ausencia de autonomía monetaria como política de ajuste. A estas críticas, los defensores de la moneda única respondían que, aunque Europa no fuera un área monetaria óptima en aquel momento, gracias al euro lo sería en el futuro. La moneda única haría más similares a las economías de los países miembros y la ausencia del recurso a la política monetaria obligaría a los países a buscar formas alternativas de ajuste. Otros economistas piensan que la culpa no es del euro sino de los Estados que no ha hecho los deberes cuando las cosas iban bien: flexibilizar la economía; cambiar el modelo productivo y fortalecer los instrumentos de gobernanza de la eurozona, logrando que Europa se convirtiera en un área monetaria óptima

Con la puesta en marcha del euro, el dinero se abarató espectacularmente. Ello unido a una creciente demanda de construcción residencial y unas desafortunadas políticas que incentivaban la compra de vivienda creó una descomunal burbuja inmobiliaria, sobre todo en España. Mientras la burbuja se inflaba, todo fue bien: las empresas vendían, la construcción creaba empleo, las familias veían revalorizado el precio de sus casas, y las administraciones públicas disfrutaban de los ingresos extras generados por el boom económico.

Europa tiene un problema con Grecia, pero no sólo con Grecia. Varios países europeos, y no sólo de la periferia, presentan un panorama fiscal altamente inestable. El precedente de Grecia ha aumentado la sensibilidad de los mercados hacia la situación fiscal de estos países, y si estos no adoptan lo antes posibles las medidas necesarias para estabilizar la deuda y aumentar el crecimiento, el riesgo de contagio a nivel europeo aumenta de manera exponencial.

La autoridades española deben tomar muy buena nota y dejar de perder el tiempo con actuaciones secundarias que evitan la resolución de los problemas fundamentales. La estabilidad de la zona euro depende de las acciones tanto de Grecia como de los otros países europeos con problemas. La responsabilidad es común pero no sólo en la contribución monetaria al rescate, sino en la aceleración de las reformas que estabilicen el panorama económico.

juan.rodriguez@uca.es