“La propia sociedad española no sabe muy bien para qué sirve o para qué quiere la Universidad” (Juan Gil Fernández)

Al análisis objetivo y minucioso acerca de los males que aquejan a la Universidad, realizado  en su día por los profesores Dopazo y Navarro y comentado en mi anterior artículo, me permito añadir, hoy, las reflexiones de sendos catedráticos cuyo prestigio internacional les autoriza a emitir  juicios certeros sobre un  tema que conocen bien y que afecta -y de qué modo- al devenir de las futuras generaciones.

En primer lugar, acudo al testimonio de Francisco Márquez Villanueva, profesor emérito de la universidad de Harvard y uno de los más eminentes especialistas mundiales en la literatura del Siglo de Oro español quien, paradójicamente, en su juventud, fue víctima de una universidad pueblerina e inquisitorial que le cerró sus puertas, ‘invitándole’ a marcharse. Afirma el profesor Márquez Villanueva /ABC, 09-12-212/ que España produce mucho talento, que puede exportar, si bien falta una perspectiva de la Universidad moderna, un espíritu de renovación, debido a un conservadurismo anquilosado y momificado que evoluciona poco: “Estamos produciendo títulos como chorizos”. Atribuye al tradicional alejamiento de la lectura, sobre todo de libros, el dudoso honor de ocupar los últimos puestos de Europa en lectura comprensiva, censurando que se pueda aprobar cometiendo faltas de ortografía, pues entiende que tal permisividad “es un pacto con la ignorancia”. Considera, asimismo, que la generación de las videoconsolas va a tener las cosas muy difíciles porque “la mecanización está alejada de la reflexión profunda de lo que se lee, habiéndose convertido la enseñanza en una serie de imágenes visuales y no en un proceso intelectual”. Impartir un conocimiento alejado de las Humanidades es una tragedia que pasará factura a las nuevas generaciones en el terreno de la moral. Entre tanto infortunio, Márquez Villanueva constata que el español, segunda lengua en EE.UU., es un idioma universal, con una buena salud imparable, pese a cierta corrupción que puedan suponer palabras como ‘chatear’ o ‘twittear’, que “no afectan a la esencia del idioma, que es la gramática y la sintaxis”.

Otro testimonio de excepción al que me permito acudir, Juan Gil Fernández, lo es en su doble condición de catedrático de Filología Latina en la Hispalense y de miembro de la RAE, lo que legitima su razonamiento crítico, pues buena parte del problema, según el profesor Gil, reside en la propia sociedad española, “que no sabe muy bien para qué sirve o para qué quiere la Universidad”, planteándose el dilema de si ésta debe ser una cosa abierta a todo el mundo o, por el contrario, debe atender a determinados criterios de selección. La primera opción estaría muy bien “si el 80% de los alumnos matriculados estuvieran interesados en estar en la Universidad, pero hay muchos a los que no le interesa y para ellos se trata de un puro pasatiempo”, sin olvidar a aquellos alumnos matriculados en ciertas facultades de rebote porque no consiguieron plaza en la opción elegida, lo que es calificado por el profesor Gil como “una lacra, pues pierden el primer año para después engancharse a otra carrera”, lo cual -añado por mi cuenta- es frustrante en todos los sentidos. Y, nuevamente, se alude al informe PISA, que deja a los andaluces en evidencia, pues estamos por debajo de la media española en lectura, que ya es decir, por lo que urge primar la excelencia y el esfuerzo -esos conceptos que tanto recelo e indignación despiertan en ciertos políticos-, concluyendo, en contra del criterio de algunos pedagogos, que “hay que apretar las tuercas y exigir más en la escuela”, lugar en el que se forjan los ciudadanos del mañana, aquellos que, desde los ámbitos más diversos, tendrán en sus manos la gestión del país. El café para todos que propugnan los adalides del igualitarismo ramplón es una especie de salvavidas al que se aferran quienes, ante el riesgo de perecer victimas de su propia miseria intelectual, pretenden perpetuar un sistema que, so pretexto  de erradicar el analfabetismo -lo que nadie discute-, ensalza al mediocre y humilla  al cumplidor y responsable, ese ciudadano que, el día de mañana, liberado de las amarras del discurso oficial, podría pensar por su cuenta…

Miguel Fernández de los Ronderos

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