“A los españoles nos encanta dictar leyes, pero nos encanta aún más violarlas” (José María Carrascal)

La vieja estampa de la bicicleta como vehículo de la llamada clase obrera -hatillo y fiambrera con modesto yantar-, dramática secuencia inmortalizada por el genial Vitorio de Sicca en “Ladrón de bicicletas”, en la que roban al protagonista su bien más preciado (el que le permite ir a trabajar para ganarse el sustento diario), esa vieja estampa, digo, ha dado paso a la de un medio de locomoción, utilizado por millones de personas, económico, silencioso y no contaminante, que aúna transporte, ocio y deporte, con evidente beneficio para la salud de la población. La variedad de modelos, fabricados algunos con materiales costosísimos, resistentes y ultraligeros, hasta el punto de hacer difícil la tarea de elegir, ha estimulado el uso de la bicicleta en todas las clases sociales y, con ello, su incorporación masiva al tráfico urbano, con el consiguiente riesgo para la integridad física del usuario, pero también, en ocasiones, del peatón, como consecuencia de la conducta incivil de algunos ciudadanos.

Como aficionado -que no deportista- viejo y antiguo, soy consciente de las numerosas ventajas que se derivan del uso y disfrute de la bicicleta, a condición de que se observen una serie de normas que deben tener como objetivo garantizar la seguridad de las personas. De ahí mi satisfacción por las declaraciones de María Seguí, Directora General de Tráfico quien, refiriéndose al tema de los ciclistas, cada vez más numerosos (1) y la necesidad de un reglamento, afirma que “lo primero que hay que regular es la velocidad en el entorno en el que aquéllos se mueven, pues cuando hay una colisión éste es el factor fundamental, lo mismo que en los atropellos de peatones; en ambos casos las personas implicadas absorben toda la energía de esos choques; un ciclista, a efectos de colisión, es un transeúnte. Por consiguiente, allá donde haya una bicicleta habrá restricciones a los demás. Es decir, en las calzadas por las que puedan circular los ciclistas se regulará el límite de velocidad del resto de vehículos; en consecuencia, el ciclista sólo podrá ir por aquellas vías en las que se pueda garantizar una velocidad pacífica del resto de vehículos”.

Otro tema a debate es el uso del casco que, junto a los elementos luminosos (delantero y trasero) y el chaleco reflectante, deben ser norma de obligado cumplimiento ya que ello reduciría notablemente la elevada siniestralidad nocturna, a lo cual debería añadirse la obligatoriedad de suscribir una póliza de responsabilidad civil, ante el riesgo de insolvencia, en caso de producirse lesiones. Un alto porcentaje de accidentes -algunos de ellos fatales- es debido a la inobservancia de la norma y a la pasividad y falta de control de las autoridades responsables de velar por la seguridad de los más vulnerables, llámense  ciclistas o peatones. La velocidad inadecuada es otro factor de riesgo, lo que no impide que veamos circular a muchos ciclistas de forma temeraria, hasta el extremo de poner en jaque la integridad física de aquellos otros colegas para quienes la vía pública -el carril bici, con su limitación de velocidad- no es un circuito de competición para uso de sprinters atolondrados, sino un medio de llegar incólume al destino. Se me objetará que estos sujetos indeseables constituyen una minoría. Tal vez, pero ese desprecio por los demás puede provocar una situación dramática cuyos efectos no se atenúan en virtud de la estadística. Las críticas y vituperios, en ocasiones inmerecidos, de que son objeto los ciclistas, víctimas tantas veces de conductores criminales, beneficiarios de leyes laxas, se nutren de experiencias desagradables. Y es que, como suele decirse, se habla mal de muchos por culpa de unos pocos.

(1) Según la Universidad de Sevilla, cada día se hacen 72.000 desplazamientos en bicicleta.

Miguel Fernández de los Ronderos

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